Ese catalán le cantaba en la cocina de casa, mientras mi vieja
cocinaba y ofrendaba el perfume a cebollas y morrones dorándose en aceite, que llegaba
hasta nosotros, todas las mañanas, cada mañana, esa que éramos cowboys, o la que
éramos agentes secretos, o la que fuimos malditos soldados nazis.
Desde Radio Nacional, la única que existía en mi pueblo por
aquellos años, Serrat embrujaba a mi vieja con frases como “esa muchacha típica”,
o la engañaba como a una nena, diciéndole que se la llevaría con él de aquel “pueblo
blanco”, o, mientras la seducía entre ollas y especias, se equivocaba y la
llamaba “Lucía”. Creo que hasta la manoseaba de camino a la habitación.
Sus hijos parecíamos no darnos cuenta de que mi vieja
engañaba a mi viejo cada mañana, cuando él se iba, a la vista de todos, con Serrat, en la mismísima
cocina. Queríamos creer que esas lágrimas eran por la cebolla. Negadores,
cuando era obvio que eran por “Penélope”.
Es que nosotros estábamos concentrados planeando nuestro
próximo, definitivo y exitoso golpe: ralear el cerezo del vecino. Dejarlo sin
una sola fruta. Y reventar del dolor de panza pocas horas más tarde. La
planificación, la coordinación, la seducción del botín anulaba todas nuestras
otras percepciones, y no nos dábamos cuenta que mi vieja tenía un affaire con
el Nano.
El único hombre que alguna
vez puso en duda ese amor casi incondicional de mi vieja fue Daniel Toro, que llegó a engañar a Serrat, que a su vez engañó a mi viejo, que estaba “Caminito de la Obra”,
laburando. Pero fue efímero, sólo duró un verano.
Y se portó como un caballero. Al despedirse le dejó como prenda
de su pasión “Zamba para Olvidar”. Ella lo perdonó.
Creo que Serrat nunca se enteró.
Siguió campeando, imperturbable, en esa cocina, en ese patio, en ese Sur enorme,
salvaje y feliz.
Creo que mi viejo tampoco se
enteró.
Con el tiempo, con los años, mirando las cosas desde otra
altura, sus hijos supimos la verdad.
La que nunca es triste.
La que no tiene remedio.
Que Serrat nunca había engañado a mi viejo.
Que Serrat ES
mi viejo.
El día que caminé por Ciutat Vella, lo terminé de entender. Y de querer.
Lo vi ayer en la tele. Ultimamente lo veo poco a mi viejo.
Está grande, canoso, y entero. Dice las mismas, enormes, sencillas cosas que
decía hace 40 años. La misma coherencia que aplasta.
La risa por las mismas
cosas.
La preocupación por las mismas otras.
Su amor por Boca. O por el Barça (a veces me confundo).
Serrat, mi viejo, él, o ellos,
siguen siendo esa enorme, inexpugnable montaña de sentido común.
De criterio.
De amor.
De sabiduría. La mansa sabiduría de un obrero
(Ayer él, que es un obrero de las palabras, se preguntaba dónde quedó el orgullo de proclamarse obrero).
Hoy es ese insoslayable faro que me indica el puerto al que debo rumbear
cuando la tormenta arrecia. Mi viejo me enseñó a ordenar las velas, a asegurar
los cabos y las jarcias, a cuidar el rumbo. Y a ser siempre un caballero.
Cuando la mano viene dura, él siempre aparece, se sube a la
cubierta, se acomoda con su guitarra en la barandilla de popa y entona "Aquellas pequeñas cosas". O me lleva de nuevo a aquel patio donde está "Mi niñez".
Todo se aclara. Nada puede ser más fácil.
Como les digo: mi vieja tuvo un amante. Mi vieja tiene un amante.
Con el que pronto cumplirán 50 años de secreto y pasión.
4 comentarios:
Muy bueno. Pero me parece que su padre fue bastante promiscuo, porque también se inmiscuyó en mi hogar capitalino, donde sonaba en un combinado Phillips:
.."Es tuyo y mío lo que fue nuestro, y a golpes de uñas en la pared, dejaré escrito mi último versooo"....
Es maravilloso descubrir que son muchos mis hermanos putativos!!!! Grande Pa!!!! Eterno Nano!!!
Mientras la herencia aguante...
Hermoso ! /Mabel
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