Ya algo mencionamos en un lejano y oscuro pasado sobre este tema.
Autoestima, no en su acepción psicológica estricta, sino como fenómeno individual que contagia y se propaga socialmente.
La autoestima, la estima por uno mismo, la conciencia realista de conocer, además de las propias limitaciones, fundamentalmente las propias habilidades y competencias, es el sustrato, la argamasa con la cual se construyen mentes y actitudes personales de disposición para enfrentar los desafíos y materializar avances sociales con cierto destino de permanencia. Y es un insumo esencial en la construcción de identidad comunitaria, mucho más efectiva que el festival de Cosquín.
Nada, absolutamente nada, es un avance genuino y perenne si no fue antes y en principio, el producto de una auto-percepción positiva de las propias capacidades y del poder para concretarlo. Luego llegan la ejecución y la síntesis. Y hasta podrá llegar el soplido del lobo para derribar la casa n veces: si hay autoestima, la casa se levantará n veces más una.
Todo tuvo y tiene sentido cuando podemos decir “Yes, I can. Yes, we can”.
El ejemplo pertinente: Autoestima es el producto resultante de la primera destilación de cualquier discurso del State of the Union cada enero. Esos que le gustan tanto a Tomás. Porque quizás él no lo sepa, pero la Autoestima, en pequeñas dosis genera sensación de euforia y en dosis mayores, genera adicción. Y, si la sobredosis es grande, puede causar deseos irrefrenables de exportar democracia y libertad a monarquías pre-renacentistas de Medio Oriente.
Ese concentrado, tan parecido a la merca, que embota los sentidos de Tomás cuando se le entrega de cuerpo y alma, eso tan fácil de conseguir en la primera potencia global, eso es Autoestima. Y Tomás es un adicto. Pero Argentina fue durante muchos años un país de tránsito, no de consumo.
Notable y contrariamente a la blanca colombiana, eso sí, la Autoestima corre en mayores cantidades a medida que se desciende en los estratos sociales. Creo que Gramsci y la hegemonía cultural alcanzan para explicarlo: pero el formoseño que visita por primera vez el Cabildo se siente en armonía con su pasado, con su presente y su futuro, y no necesita más que eso. Mientras que el hijo de un acomodado profesional de San Isidro que sigue los pasos del padre, supone que su mala suerte es la de haber nacido en el peor país del mundo. Sentimiento que sólo se sosiega módicamente en los días previos a un mundial de fútbol. Pero apenas termina, el pibe sigue fantaseando con ascender a algún euro-paraíso con un pasaporte color bordó y un abuelo piamontés.
Algunos viejos adictos conocieron de primera mano el prohibido sabor de la Autoestima. Y sus efectos. Pienso en la generación de Manolo y la de Abel. Más tarde pienso en la generación del setenta. Testigos impúberes de los coletazos finales de un país donde la Autoestima se levantaba temprano cada mañana, y se iba en bicicleta a la fábrica para fichar a las seis. Los sábados iba al cine del barrio a ver una de Demare, con Zully Moreno y Enrique Muiño en los protagónicos. Y los domingos tomaba sol en las plazas mientras planeaba comprarse una heladera Siam, o un Torino, o soñar un día con ver pasar un Pulqui.
El poder, pronto, se dio cuenta de que ella era autora y responsable. La convirtió en su enemigo secreto y diseñó un silencioso y aceitado plan de debilitamiento primero, y destrucción después (y puesto a destruir, el poder real es mejor que Dios). Mientras nosotros, deambulábamos zombis de la cuotita del lavarropas al viaje a Disneylandia, como ex adictos en una granja rehab en Paso del Rey.
Así, hubo un peor resultado que 30 mil desaparecidos (perdón, Madres: divagues de cartonero). Hubo un peor saldo que el de un tejido industrial PyME triturado hasta que sólo quedaran sus hilachas. Hubo algo peor que la tristeza infinita de quienes debieron exiliarse y la silenciosa indignación frente a los responsables del crucero Belgrano, propios o extranjeros. Algo peor que las películas de Pino. Me refiero a la larga agonía de nuestra Autoestima.
Pero, como Terminator, la Autoestima nunca muere del todo y aunque la joven democracia hizo poco por defenderla, más preocupada por las cajas pan y los levantamientos carapintada, el poder debió tomarse el trabajo de mantenerla recluida y sedada. En manos de carceleros especializados como fueron los mediáticos Bernardo y Mariano. Quienes se encargarían de recordarnos una y otra vez que éramos unos buenos para nada. Que no sabíamos administrar un simple sistema ferroviario (inútiles que perdíamos un millón de dólares por día). Que éramos unos idiotas incapaces de entregar un teléfono del Megatel antes de dos años.
Cada cross que estos "servicios" aplicaron a la mandíbula del Estado, no nos equivoquemos, era un golpe a Nosotros (no hay Nosotros más genuino, por ahora, que nuestra versión decimonónica del Estado). Un mantra antitético repetido hasta el hartazgo: “No, we can’t”.
Hasta que un día llegó Néstor. Liberador.
E hizo algunas convocaciones y clavo bandos con recompensas en los árboles de sus primeros discursos. Después abandonó las palabras; y pasó a los hechos. Era tan gigante la tarea que no había lugar para arengas directrices. Había que hacer y hacer y hacer. La Autoestima podía tardar más o menos, pero finalmente reaparecería, consecuencia de los hechos.
También la convocó nuestro Sumo Sacerdote Aldo Ferrer, bajo el homónimo de “densidad nacional”. Y ella, desconfiando por tantos años de maltrato pero feliz por los cambios, finalmente retornó.
Alguien puede aducir que no la ha probado todavía. Lo más probable es que, habiéndolo hecho, no haya caído en la cuenta. Valga una rápida mención al paseo del Bicentenario el pasado mayo, a los días subsiguientes, a las caras de las gentes que lo recorrían, los niños en hombros, el globo o la banderita en la mano vivando a los soldados, al provinciano que vive en el conurbano hace años pero se prometió arrimarse al mostrador de un chiringuito inundado de perfumes y caras de su Salta natal, a la charla descuidada frente a la sorpresa por la multitud, a la piel de gallina ante el paso de los soldaditos malvinenses de Fuerza Bruta, al himno del 25 a la medianoche, a los mensajes en las radios, a la emoción contenida en los panelistas de 678, a la admiración respetuosa y silenciosa de presidentes invitados. Esas caras. Esos ojos. Alta en el cielo, renacida, ahí estaba la Autoestima.
A no engañarse. La negativa del macrismo a permitir Tecnópolis no fue revanchismo. Ni devolución de favores. Ni chicana oportunista. Y por supuesto, mucho menos un problema de tránsito. El no a Tecnópolis no es otra cosa que la negativa del establishment a permitir que la Autoestima se siga contagiando. A que muchos argentinos que podrían ser mejores con una nueva dosis de Autoestima a bajo precio con simplemente mirar el trabajo inteligente y el esfuerzo organizado de compatriotas desconocidos pero estimados, no lo logren. Que sigan, imbecilizados, aplaudiendo el ingreso kitsch de tantos Ricardo Fort a la reinauguración del Teatro Colón. Eso sí, detrás del vallado.
Porque, admitámoslo, la Autoestima en poder del pueblo, es kriptonita en el corazón del establishment.
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Autoestima, no en su acepción psicológica estricta, sino como fenómeno individual que contagia y se propaga socialmente.
La autoestima, la estima por uno mismo, la conciencia realista de conocer, además de las propias limitaciones, fundamentalmente las propias habilidades y competencias, es el sustrato, la argamasa con la cual se construyen mentes y actitudes personales de disposición para enfrentar los desafíos y materializar avances sociales con cierto destino de permanencia. Y es un insumo esencial en la construcción de identidad comunitaria, mucho más efectiva que el festival de Cosquín.
Nada, absolutamente nada, es un avance genuino y perenne si no fue antes y en principio, el producto de una auto-percepción positiva de las propias capacidades y del poder para concretarlo. Luego llegan la ejecución y la síntesis. Y hasta podrá llegar el soplido del lobo para derribar la casa n veces: si hay autoestima, la casa se levantará n veces más una.
Todo tuvo y tiene sentido cuando podemos decir “Yes, I can. Yes, we can”.
El ejemplo pertinente: Autoestima es el producto resultante de la primera destilación de cualquier discurso del State of the Union cada enero. Esos que le gustan tanto a Tomás. Porque quizás él no lo sepa, pero la Autoestima, en pequeñas dosis genera sensación de euforia y en dosis mayores, genera adicción. Y, si la sobredosis es grande, puede causar deseos irrefrenables de exportar democracia y libertad a monarquías pre-renacentistas de Medio Oriente.
Ese concentrado, tan parecido a la merca, que embota los sentidos de Tomás cuando se le entrega de cuerpo y alma, eso tan fácil de conseguir en la primera potencia global, eso es Autoestima. Y Tomás es un adicto. Pero Argentina fue durante muchos años un país de tránsito, no de consumo.
Notable y contrariamente a la blanca colombiana, eso sí, la Autoestima corre en mayores cantidades a medida que se desciende en los estratos sociales. Creo que Gramsci y la hegemonía cultural alcanzan para explicarlo: pero el formoseño que visita por primera vez el Cabildo se siente en armonía con su pasado, con su presente y su futuro, y no necesita más que eso. Mientras que el hijo de un acomodado profesional de San Isidro que sigue los pasos del padre, supone que su mala suerte es la de haber nacido en el peor país del mundo. Sentimiento que sólo se sosiega módicamente en los días previos a un mundial de fútbol. Pero apenas termina, el pibe sigue fantaseando con ascender a algún euro-paraíso con un pasaporte color bordó y un abuelo piamontés.
Algunos viejos adictos conocieron de primera mano el prohibido sabor de la Autoestima. Y sus efectos. Pienso en la generación de Manolo y la de Abel. Más tarde pienso en la generación del setenta. Testigos impúberes de los coletazos finales de un país donde la Autoestima se levantaba temprano cada mañana, y se iba en bicicleta a la fábrica para fichar a las seis. Los sábados iba al cine del barrio a ver una de Demare, con Zully Moreno y Enrique Muiño en los protagónicos. Y los domingos tomaba sol en las plazas mientras planeaba comprarse una heladera Siam, o un Torino, o soñar un día con ver pasar un Pulqui.
El poder, pronto, se dio cuenta de que ella era autora y responsable. La convirtió en su enemigo secreto y diseñó un silencioso y aceitado plan de debilitamiento primero, y destrucción después (y puesto a destruir, el poder real es mejor que Dios). Mientras nosotros, deambulábamos zombis de la cuotita del lavarropas al viaje a Disneylandia, como ex adictos en una granja rehab en Paso del Rey.
Así, hubo un peor resultado que 30 mil desaparecidos (perdón, Madres: divagues de cartonero). Hubo un peor saldo que el de un tejido industrial PyME triturado hasta que sólo quedaran sus hilachas. Hubo algo peor que la tristeza infinita de quienes debieron exiliarse y la silenciosa indignación frente a los responsables del crucero Belgrano, propios o extranjeros. Algo peor que las películas de Pino. Me refiero a la larga agonía de nuestra Autoestima.
Pero, como Terminator, la Autoestima nunca muere del todo y aunque la joven democracia hizo poco por defenderla, más preocupada por las cajas pan y los levantamientos carapintada, el poder debió tomarse el trabajo de mantenerla recluida y sedada. En manos de carceleros especializados como fueron los mediáticos Bernardo y Mariano. Quienes se encargarían de recordarnos una y otra vez que éramos unos buenos para nada. Que no sabíamos administrar un simple sistema ferroviario (inútiles que perdíamos un millón de dólares por día). Que éramos unos idiotas incapaces de entregar un teléfono del Megatel antes de dos años.
Cada cross que estos "servicios" aplicaron a la mandíbula del Estado, no nos equivoquemos, era un golpe a Nosotros (no hay Nosotros más genuino, por ahora, que nuestra versión decimonónica del Estado). Un mantra antitético repetido hasta el hartazgo: “No, we can’t”.
Hasta que un día llegó Néstor. Liberador.
E hizo algunas convocaciones y clavo bandos con recompensas en los árboles de sus primeros discursos. Después abandonó las palabras; y pasó a los hechos. Era tan gigante la tarea que no había lugar para arengas directrices. Había que hacer y hacer y hacer. La Autoestima podía tardar más o menos, pero finalmente reaparecería, consecuencia de los hechos.
También la convocó nuestro Sumo Sacerdote Aldo Ferrer, bajo el homónimo de “densidad nacional”. Y ella, desconfiando por tantos años de maltrato pero feliz por los cambios, finalmente retornó.
Alguien puede aducir que no la ha probado todavía. Lo más probable es que, habiéndolo hecho, no haya caído en la cuenta. Valga una rápida mención al paseo del Bicentenario el pasado mayo, a los días subsiguientes, a las caras de las gentes que lo recorrían, los niños en hombros, el globo o la banderita en la mano vivando a los soldados, al provinciano que vive en el conurbano hace años pero se prometió arrimarse al mostrador de un chiringuito inundado de perfumes y caras de su Salta natal, a la charla descuidada frente a la sorpresa por la multitud, a la piel de gallina ante el paso de los soldaditos malvinenses de Fuerza Bruta, al himno del 25 a la medianoche, a los mensajes en las radios, a la emoción contenida en los panelistas de 678, a la admiración respetuosa y silenciosa de presidentes invitados. Esas caras. Esos ojos. Alta en el cielo, renacida, ahí estaba la Autoestima.
A no engañarse. La negativa del macrismo a permitir Tecnópolis no fue revanchismo. Ni devolución de favores. Ni chicana oportunista. Y por supuesto, mucho menos un problema de tránsito. El no a Tecnópolis no es otra cosa que la negativa del establishment a permitir que la Autoestima se siga contagiando. A que muchos argentinos que podrían ser mejores con una nueva dosis de Autoestima a bajo precio con simplemente mirar el trabajo inteligente y el esfuerzo organizado de compatriotas desconocidos pero estimados, no lo logren. Que sigan, imbecilizados, aplaudiendo el ingreso kitsch de tantos Ricardo Fort a la reinauguración del Teatro Colón. Eso sí, detrás del vallado.
Porque, admitámoslo, la Autoestima en poder del pueblo, es kriptonita en el corazón del establishment.
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2 comentarios:
Brillante lo suyo. Recuperar la autoestima y la confianza en nosotros mismos es condición necesaria para cualquier meta que nos propongamos.
Hace varios años cuando leía algunos libros argentinos escritos durante la primer mitad del siglo XX, al notar tanto optimismo y autoconfianza en los ambientes y personajes -ficcionales o no-, me preguntaba en qué planeta habran vivido aquellos marcianos. Lo mismo con algunas anécdoatas de nuestros abuelos. Estábamos formateados por el tandem Bernardo-Mariano según el cual eramos unos buenos para nada.
Hoy esos relatos no me resultan tan ajenos como antes.
Me inspiraste.
http://losrepublicos.blogspot.com/2011/02/y-tu-joven-porque-no-tienes-miedo.html
Saludos!
¿Qué quieren que les diga?
Cuando pienso que nací en un país gobernado por los peronistas se me viene la autoestima al suelo.
(Alcides Acevedo)
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