El Che Guevara está en el infierno.
Ardiendo, dicen. Él no lo siente así. Ni un poco.
Siente una enorme fuerza que lo impulsa, lo sacude, por
momentos lo irrita. Luego cede.
Y se calma. Todo se calma por un lapso.
Y luego vuelve. Siempre vuelve.
Una irritación que es familiar. La sentía, vivo, caminando las
incipientes villas miseria de Rosario, o las callampas de Santiago en dirección
al norte. Un nudo de fuego que le surge del fondo de su plexo y sube. Por
momentos lo ciega y ahí surgen su sangre castiza, hija de españoles: CARAJO!
En el infierno Ernesto se cruza de vez en cuando con Monteagudo.
Allí lo conoció. Sus leyendas los escoltan. Los une ese pecado llamado bronca,
que se convierte en ceguera y nubla, por instantes, la razón.
Son muchos en el infierno. Crepita el fuego que emerge de
las grietas en callejuelas y rincones, pero es nada al lado del calor en el pecho
de San Martín, que también está en el infierno.
En ese infierno ya hay un par de sillas vacías esperando a
sus dueños. Ángeles malditos les pegan una lustrada cada mañana, las van haciendo
brillantes y dignas de los culos que tendrán que reposarse. Chávez y Lula puede
leerse en barrocos carteles en cada respaldar. Néstor imagina ese momento. Los
tres juntos, confabulando para mejorar ese averno y Mefisto indignado y feliz
de no tener como aburrirse.
Getulio y Salvador Allende esperan a Fidel. Saben que pronto podrán
darse ese abrazo largamente esperado. Y recordar, entre el humo de cigarros y el dorado del ron, los pecaminosos viejos tiempos.
En ese rincón del abismo conocieron a Gandhi. Todos comentan
que el viejo, apenas llegado, no podía creer que ese fuera el destino de su
Naraka. Al tiempo entendió. Se relajó y dejó de buscar el karma de su vida y,
hasta el momento se ha evitado el reencuentro con los insulsos, inoperantes
pacifistas modernos que creen que la no violencia no es violenta.
En el Ínferus, Napoleón y Evita juegan al truco contra Trotsky
y Lumumba, partidos aburridos en los que no mentir es la hazaña.
En el Tártaro, Jefferson y Zapata hablan de mujeres y de
besos ardientes.
En el Infierno, todos los martes y jueves Juan XXIII le da
clases de Teología a Carlos Mugica.
En el infierno todos esperan, alguna vez, contar con las anécdotas de Maradona y las
piadas de Romario.
Dicen las malas lenguas, las únicas que hay por aquí, que de
siglo en siglo, el mismísimo Jesús de Nazaret, aburrido de la derecha de Dios, se escapa sigilosamente de su Gloria y baja a visitar viejos amigos.
En el cielo están todos los santos. Eso lo sabemos. Se
pasean orgullosos y felices por prados calmos y soleados. Siempre
encuentran, además de profunda conversación, algo para ordenar. Algo para
mejorar. Dios Padre les ha dado a cada uno su azada y su balde, para que quiten
las malas hierbas y mejoren los canteros. Eso sí, les ha pedido que no cambien
nada.
Allí, en esos paseos, los ha conocido Juan Pablo II, quien
desde hace poco porta orgulloso su áura de beato. Compiten con Escrivá de Balaguer en fulgor y luz.
Stalin y Franco, que nunca se habían visto en la tierra, mantienen
largas caminatas juntos en los jardines del Cielo.
Luis XIV, el Rey Sol, se ha dedicado a los caballos, a los
que cuida y alimenta. Con frecuencia lo visitan Pinochet y el Generalísimo
Franco, que también comparten la misma pasión. En compensación por sus
servicios en vida, Jehová ha compensado a los tres con hermosos caballos árabes,
de andar diligente y altivo. Los caballos tienen prohibido cruzar el río Sihran,
el límite sur.
En el Paraíso la Reina Victoria sigue haciendo lo mismo que
hacía en la Tierra. Para ella la muerte no ha sido un gran cambio. Sólo nuevas
caras como la de Catalina y Carlos V, con quienes jugar una partida de canasta.
Theodore Roosevelt y Edgar Hoover están orgullosos y
felices. El Cielo es exactamente lo que habían pensado. Adoran el orden en todo y la puntualidad en las comidas.
Todos esperan con ansia la llegada de Havelange
y Pelé, entonces el fútbol hará por fin su ingreso al Edén. Una cancha perfecta
y refulgente, con malvones y lirios detrás de los arcos, los espera.
El Paraíso es un lugar apacible y tranquilo, y sólo de vez en
cuando el clima se altera. El último gran entuerto ocurrió en el 45, hace ya
algunos años. San Pedro llegó al Padre Eterno con la noticia de que un tal Hitler
había tocado la puerta. Durante algunos días el debate pareció enrarecer el
aire. Teresa de Calcuta se negaba de plano a compartir su paraíso de caridad y resignación.
Después del fallo irrevocable de Dios, aprobando el ingreso de Adolf “por su
significativo esfuerzo a favor del orden y la estabilidad”, Tomás de Aquino
tuvo una larga y dedicada charla con Teresa, que aceptó las razones
ininteligibles de Dios. Dicen que una lejana, casi imperceptible, carcajada se
escuchó desde debajo de la tierra.
Centenares de políticos, militares, empresarios y religiosos
viven en el Edén. Todos satisfechos de sus vidas terrenales y de las huellas que dejaron. Y, preguntando, uno encuentra por qué todos están orgullosos: han cumplido, cada uno a su manera, la misión de Dios.
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