Creen que fue la llegada del nuevo cura la que marcó el
cambio. Joven, amable, acostumbrado a las palabras simples y a no sugestionar a
los pocos fieles que se arrimaban para la misa con infiernos inevitables y fuegos eternos.
Por el contrario, la timidez y el frío de los primeros
sermones, con el paso de las semanas, fue mutando hasta convertirse en un momento de
contención y de paz para quienes la habían perdido hacía mucho tiempo. Y que
sólo se acercaban a la Iglesia con el íntimo objetivo de cumplir los mínimos
preceptos impuestos por su dios. Firmar todos lso trámites y volver tranquilos a
casa, seguros de que no iba a ser por falta de hostias que les cerraran las
puertas del Cielo.
Pero las cosas no terminaron allí. El curita era inquieto y perseverante.
Atendía los consejos de los más ancianos y los pedidos de los más jóvenes. “Sabe,
Padre, hace muchos años se usaba que las madres de los alumnos de catequesis se
organizaran para reunir fondos, ya fuera para alguna obrita de la capilla o
para comprarle zapatillas a los chicos del hospital…” deslizaba una feligresa. “A ver,
cuénteme” la acercaba el oído el cura y al rato ambos estaban planeando lugar y horario
para esas reuniones.
Las novedades, los aires de cambio no tardaron en hacerse
rumor en el pueblo. Comentarios entre los viejos que jugaban al monte en el bar
de Antonio, indirectas entre las maestritas de la escuela normal, que se
lamentaban que fuera casto y desafíos entre los empleados del correo: a que hace
mucha polvareda, lo mandan a llamar del Obispado y chau pinela.
- Lo hai visto al curita nuevo? El Padre Carlos, se llama…
- No, no lo ví, por?
-Ah, un baaalazo el tipo. Si da gusto, mirá. Enseguida te
recibe, te atiende. Nada que ver con los anteriores. Por empezar es joven. Pero
es muuuy amable. Si le vas con problemas, trata de ayudar. Y si vas con soluciones, enseguida te pone a trabajar. Tiene a
todos los fieles contentos y ocupados. Ahora está organizando una kermesse para fin de mes, para pagarle a
los chicos el viaje de estudios.
- Padre Carlos se llama? Hace mucho que no me arrimo por la
iglesia...
Asi, el curita fue ganando adeptos, muchos porque veían
renacer una vieja fe perdida al testificar las crueldades de la vida, y otros, que
difícilmente recuperarían nunca la creencia, empezaron a acercarse para pagar
alguna deuda de la conciencia o silenciar algún pequeño demonio interior.
Había llegado al pueblo con un viento de desesperanzas e
indiferencia, que se reflejaba en el estado de la parroquia, desvencijada,
rancia y descolorida. Allá arriba, en el altar, como siempre desde que el más
viejo de los vecinos tenía memoria, la virgencita, apagada, solitaria, casi ausente.
Con el paso de los meses todo cambió. Y los domingos al
mediodía, incluso los del verano ardiente en los que las paredes de adobe y los
techos de paja parecían fundirse, el pueblo con más y más ahínco se
arrimaba a la misa del Padre Carlos, quizás a renovar su fe, quizás, con su
presencia, a tributarle un sencillo homenaje al hombre que les renovaba las esperanzas.
Hasta Doña Pancha, antigua directora de la escuelita a la
que precedía un sino de rigor y severidad con sus antiguos alumnos y el vago
recuerdo de comentarios anti-religiosos, Doña Pancha, que hoy estaba postrada
en una silla y recluída en su antigua casa, un día llegó a la misa del
padrecito, acompañada por una sobrina fea y solterona, duro desafío para San Antonio, a ver de
qué se trataba eso de lo que todo el pueblo hablaba. Y lo que nunca, escuchó la misa completa en tercera fila.
Los mayores escuchaban con atención y los chicos jugaban a
la mancha entre las piernas de aquellos, hasta que la madre los agarraba de
la oreja, les sacaba el polvo con un par de palmadas y un
coscorrón si no se calmaban, porque era el momento de acercarse al altar a darle
un beso al Padre Carlos. No era un desafío para esos chicos, ya que el Padre era el mismo que arbitraba los partidos de fútbol de cada sábado y servía las tazas de mate cocido. Que
Dios también enseña lo que es justicia y distribución.
Quizás la fama del Padrecito y de lo activa que estaba su feligresía haya trascendido los límites del pueblo a causa de los comentarios de los viajantes
de comercio. O quizás a raíz de los repetidos viajes del Inspector General de
Escuelas, un chupacirios implacable que dedicaba el mismo tiempo a visitar iglesias
que a verificar el estado de las escuelas bajo su dominio.
Lo cierto es que el
padrecito ya era famoso allende el pueblo para cuando Julita, la empleada de la
farmacia, dijo que vio que la virgencita, allá arriba en el altar, lloraba
lágrimas de sangre.
Algunos la tomaron por loca, o delirante, o suponían
interpretar un íntimo deseo de Julita para que el Padre Carlos le dedicara más tiempo. Sus suspiros durante los sermones y la defensa que hacía de él en
su ausencia eran la punta de ese ovillo sin tejer.
Pero, en defensa de Julita, al cabo de un par de días ya
eran tres o cuatro los que, contradiciendo al decálogo de Abraham, besaban su dedo índice dos veces
y perjuraban que habían visto a la virgen llorar lágrimas rojas.
La noticia corrió como reguero de pólvora y rápidamente la
vida del tranquilo y apacible pueblito se vio alterada por los sucesos. Desconocidos y extranjeros llegaban al pueblo, comían sanguches de milanesa y pasaban horas arrodillados en los primeros bancos de algarrobo de la humilde
iglesia, mirando a la virgen y pidiéndole a Dios ser testigos del portento.
Tal es el caso de Doña Segismunda, viuda de Don Jacinto y
madre de Elvirita que se llegó hasta el pueblito y decidió no irse de allí
hasta que la virgen le obsequiara una pizca de sollozo. Pero Elvirita, la niña, no estaba
dispuesta a tanto, y luego de tenerle la vela a su madre un buen rato, encontró
más interesante explorar el mundo afuera de las puertas, aprovechando la siesta para jugar en las hamacas y los toboganes de la
plaza central.
A cabo de un rato conoció a Horacio, un muchachito educado y
amable que, a diferencia de los chicos de su edad, no encontraba dificultades
en compartir monosílabos con una chica.
Los
que todo lo escuchan, dicen que el diálogo fue algo así:
-Hola.
-Hola
-Cómo te llamás?
-Horacio
-Yo me llamo Elvira. Sabes jugar al subibaja?
-Si
-Querés jugar conmigo?
-No sé. Bueno
-Vos viniste en tren, como yo?
-Tren? No.
-Y entonces de dónde sos?
-De acá.
-Ah. Y conocés a la virgencita?
-Sí
-Y es verdad que llora sangre?
-Sí.
-En serio? No te creo.
-Sí, tonta, yo la ví. Estábamos con el Padre Carlos y la virgen lloró.
-Pero cómo va a llorar? Si una virgen no es denserio. Es como
una muñeca.
-Ya sé. Pero hace muchos años, como 30, que
estaba en el altar, quietita y no hacía nada. Pero ahora llora.
-Horacio, yo voy a muchos lados con mi mamá. Y conozco muchos pueblos. Y todos los pueblos tienen iglesia. Y todas las iglesias tienen virgencita. O un santo. Pero la única que llora es la de ustedes...
-No sé
-Y cómo se llama la
virgen?
-Mmm, no me acuerdo bien.
-No?
-Bueh, creo que se llama Democracia. Sí, así, Santa Democracia.
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Esa es nuestra plegaria civil y atea.
Democracia tienen todos. La mayoría tiene Democracias inermes, muertas.
Nosotros queremos
una que haga milagros.
Y que nos conmueva.
Vamos en camino.
Felices 30 años.
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