En estos días se conmemora el primer aniversario de la
temprana muerte del Comandante Chávez.
Hace un año nos dejaba un hombre al que sólo el tiempo pondrá en el pedestal que se merece.
Al menos para el genuino sentir de los trabajadores y los
pobres de nuestra América Latina.
Algunas veces, nunca suficientes, desde este blog hemos
insinuado consideraciones respecto de posibilidades reales de construcción de
una solución popular y diferente al único verdadero problema que aqueja al
planeta: su escandalosamente regresiva distribución del ingreso.
Con la única excepción del griego Alex Tsipras y su coalición
SYRIZA, cuya posibilidad de ascenso al gobierno helénico está vigilada muy de
cerca por la troika Banco Central Europeo + FMI + Comisión Europea, brazo
ejecutor de la actualísima política neoliberal, ninguno de los partidos o
coaliciones políticas autodefinidas progresistas del Viejo Continente, esas que
durante la década del 80 y principios del 90 eran benchmark de una agenda
política reformista deseable de este lado del océano, ofrece la más
mínima garantía de cambio real.
La caída del muro de Berlin en 1989 fue algo más que el
estruendoso fin de régimen de las cientocracias marxistas detrás de la cortina
de hierro. Fue también el terremoto que voló de una vez y para siempre el
paraguas ideológico con el que protegía su guión popular y libertario las
incipientes democracias sudamericanas.
Los años siguientes, en Europa, fueron años de
desmembramiento y neutralización de partidos y personajes con potencial para poner seriamente en peligro la segunda oleada planetaria de neoliberalismo y su
hijo dilecto, la globalización.
Veinte años después nada ha cambiado seriamente en Europa.
Ni siquiera la más virulenta crisis económica y financiera, creada con esmero en
el corazón del primer mundo y luego prolijamente trasladada a sus bordes,
poniendo en evidencia que el envidiado y oneroso Estado de Bienestar no era
para cualquier paisito europeo por el sólo hecho de incluir en su simbología la
banderita de 12 estrellas doradas sobre fondo azul.
Las izquierdas europeas tradicionales bailan al ritmo de la
música que imponen las sagradas catedrales de la ortodoxia económica y la
corrección política, llámense Fondo Monetario, Banco Mundial, G8 o
Cumbre de Davos, no importa.
Los países en los que ellas campean están más preocupados en
que los trenes lleguen a horario que en hacerse cargo de un diagnóstico
realista de la aplastante realidad: que la antinomia entre mayorías nacionales
y los crecientes volúmenes de inmigración tiene un final cantado, la misma ira
xenofóbica que hace 80 años terminaba con la muerte de millones de congéneres.
Las imágenes y los relatos que nos llegan, pateras sobrecargadas de
seres famélicos tratando de llegar a Lampedusa o multitudes tratando de
voltear las empalizadas que “protegen” los reductos primermundistas de Ceuta y Melilla no son otra cosa que la constatación de una vergüenza humana que sólo se explica acudiendo a tecnicismos de utilería.
Todo parece indicar que ninguna idea genuinamente creativa e
innovadora en términos políticos, emergerá de un sistema que solo premia ciudadanos
que sufren los mejores trastornos obsesivos compulsivos.
Europa, políticamente hablando, está en coma.
Toda vez que las izquierdas europeas consideren que esta
realidad es aceptable, los latinoamericanos debemos abordarla por el opuesto y asumir lo inevitable:
estamos definitivamente solos.
El Comandante muerto hace un año debe haberse sentido así muchas veces en la vida.
Sin embargo deja la lección de haber peleado hasta el último respiro. Es hora de consolidar su herencia con la de tantos otros.
Construir nuestro propio camino.
La oportunidad sigue siendo única.
Y el tiempo apremia.
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