viernes, 19 de marzo de 2010

Arco de Juana


Corría el año 1427 cuando una joven campesina se presentó ante el rey, en la corte de Chinon, para confesarle sueños y visiones que llenaban sus momentos de soledad desde hacía casi tres años. En ellos, San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita la alentaban a enfrentar y expulsar a los ingleses que desde mucho antes de su propio nacimiento se afincaban en su tierra y ocupaban las ciudades más importantes al norte del río Loira. Entre ellas la mismísima capital, París, pero fundamentalmente Reims, la ciudad en la que tenían lugar las coronaciones reales desde el advenimiento del primer Rex Francorum Hugo el Grande.

El proyecto de Juana era liberar esa región para poder acceder con libertad a la Catedral en la que residía el Arzobispo de Reims, única autoridad eclesiástica con poderes plenos para coronar a Carlos VII, delfín inacabado desde la muerte de su padre. Este acto sucesorio vendría a ponerle fin a una larga y penosa lucha intestina en la que se debatía la nación francesa y que la había convertido en una mala copia de aquel poderoso y orgulloso reino, sólo dos siglos antes. Herida que había abierto las puertas a una oportunista invasión inglesa.

La guerra entre ambos, que ya empezaba a conocerse como la “de los Cien Años” era para Francia llovido sobre mojado, puesto que se había declarado en 1337, apenas el país empezaba a salir de la terrible Peste Negra que había diezmado a su población y que la había aislado de cualquier posible negocio con las potencias comerciales de la época, sospechosas de cualquier producto que llegase de tierras en las que la Peste hubiera actuado.

De manera que el panorama debía ser terrible o Juana debió haber sonado muy convincente en la audiencia que Carlos le otorgó para decidir agregarla al Consejo de Guera del desmoralizado ejército francés o, en rigor, lo que quedaba de él.

Carlos, de cualquier manera, tomó con muchísimo cuidado esta decisión, puesto que la joven apelaba a argumentos religiosos delicados y visiones de carácter milagroso, de manera que si llegaba a considerársela una mentirosa o, mucho peor, hereje, dicho juicio involucraría a su rey patrón y a sus vasallos a ser considerados como una corte al amparo del Mal. Para evitar cualquier duda, Carlos no sólo hizo evaluar a Juana en su condición cristiana sino que la sometió a la prueba de sus propias visiones y predicciones y la envio al sitio de Orleans, en el que se debatía el futuro de Francia.

Juana convirtió rápidamente aquel sitio militar en una cuestión religiosa: desoyó permanentemente las órdenes de Juan de Orleans, el tibio jefe de las tropas francesas, y comenzó una serie de audaces y exitosas acciones que en cuestión de días la convirtieron en el basamento moral de las tropas. En cuestión de semanas logró la caída de Orleans, lo que puso al ejército frente a una decisión crítica: recuperar París o marchar sobre Reims, enclavada al doble de distancia, mucho más adentro en territorio enemigo.

Juana convenció a Carlos VII de marchar sobre Reims, acompañada por el duque Juan II de Alençon, el más afín de los comandantes de las tropas francesas. Juntos, en semanas, recuperarían Jargeau, Meung-Sur-Loire, Beaugency y tendrían una victoria militar fundamental en Patay. Al mes siguiente caería Auxerre y luego Troyes, mientras que muchas de las villas y pueblos intermedios se reconvertirían pacíficamente, pues la fama de Juana comenzaba a preceder a sus propias huestes.

Finalmente, un inolvidable 16 de julio, Reims cedería y abriría sus puertas y sin dilaciones, la mañana siguiente, tendría lugar la ansiada coronación de Carlos VII. La que sigue es historia conocida, que llega a nosotros cargada de leyenda, de anécdotas, juramentos y traiciones, pero el hecho más destacable sin duda residía en la motivación y el valor que significó para un ejército casi doblegado la aparición de esta joven, cuyo final en manos de los burgundios es uno de los más popularmente tristes de la historia occidental.

Ese coraje y esa audacia, que insufló en un grupo de débiles comandantes militares para convertirlos en uno de los ejércitos más recordados de su época es diametralmente distinto de los valores que representa nuestra protagonista. Consciente de que su apoyo popular ha ido en declive a lo largo de los últimos y que por dicha vía la posibilidad de concretar su sueño de gobierno es ínfima, esta mujer ha elegido recurrir a la estrategia de liderar mediante el miedo. Para ello, blande la espada de los valores republicanos y de la inflexibilidad moral ante un demonio por ella misma ungido: el Kirchnerismo.

Bajo su cruz de desconfianza perenne, ha convertido a los comandantes de la fuerza en la que milita, hombres y mujeres con trayectoria y responsabilidades, en un talego de cobardes que está permanentemente expuesto a la luz de sus indiscutibles juicios, que se agudizan cuando se encienden los reflectores, y para quienes el simple acto de negociar con el leviatán patagónico que surge y resurge de sus propias cenizas es inexcusable motivo de escarnio público. Una tarea, por cierto, en la que presta una invalorable e interesada colaboración el tribunal del prime time que forman jueces de la talla de un Morales Solá, un Castro, un Bonelli, un Silvestre, un Tenembaum.

Que lo nieguen si no los Morales que se acercaron a conciliar posiciones sobre la formación de una comisión bicameral o los Cobos que trataron de caminar sobre el delgadísimo hielo del consejo legislativo respecto del honor y la idoneidad del ex presidente del Banco Central.

A fuerza de gritos en comisión, de propuestas non plus ultra, de desvaríos convertidos en supuestas actuaciones teatrales, nuestra dama ha convertido a la política en una pugna intransigente y a nuestro Congreso en un rígido que sólo encuentra oxígeno para un mínimo cambio cuando alguno de sus partícipes decide bajar de su crucifixión para cantar algunas verdades.

Y si ha logrado esta posición que sólo opera a favor del tiempo “en el aire” que le otorgan los pisos televisivos y los estudios radiales, ha sido por lo timorato y pusilánime que son los generalísimos que comandan su ejército.

Que quede claro, la parálisis política que se cierne sobre nuestro poder legislativo es la obra magna y deliberada de nuestra Juana de Arco al revés, Elisa Carrió.




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1 comentario:

santix dijo...

Y, si...
Y ya esta quemada (en más de un sentido).
Lo que nonca comprenderé es como el PS sigue asociado a este fenómeno de la naturaleza.