jueves, 23 de junio de 2011
Premio Abuelas
El Premio Nobel de la Paz a la organización Abuelas de Plaza de Mayo sería una forma significativa de confirmar el prestigio ya ganado por una entidad de la que una enorme mayoría de los argentinos estamos orgullosos. Y estaría muy bien.
Pero existe una lateralidad, recíproca, mediante la cual Abuelas puede romper esa lógica de reverencia y hasta una cierta sumisión que se verifica cada octubre, cuando las buenas gentes del tercer mundo se sientan a esperar con tierna inocencia que los árbitros de la sensibilidad y la condescendencia que nos monitorean desde el norte tengan cabal comprensión de la justicia de la causa de las Abuelas.
Voy a ser sincero: no me gusta verlas en esa situación.
En esa especie de prosternación que no termina de ser coherente si de lo que se trata es de poner a las Abuelas en el mismo parnaso en el que asientan sus reales personajes como Kissinger, Obama, Al Gore y su inoperante Panel Intercontinental de Cambio Climático que sólo sirve para recaudaciones cinematográficas, o el sudafricano De Klerk y su dudoso pasado en el régimen apartheid, o la larga lista de estadistas israelíes y palestinos que condujeron procesos que, a la fecha sólo han logrado franjas de refugiados que viven con el corazón en la mano.
Nos quejamos de la manera en que nuestras patéticas aristocracias decimonónicas han mantenido una actitud de fascinación acrítica frente a la hegemonía europea. Ver a montones de gente del común, argentinos de a pie, explicando y explicándose porque tampoco este año las Abuelas recibirán el Premio Nobel (que hasta podría terminar en manos de un pusilánime perseguidor de subsaharianos como Sarkozy por “sus incansables esfuerzos en reducir el hambre del mundo, al ponerle límites al precio de los alimentos”) nos lleva a pensar que esa conducta ha teñido también al resto de nuestro pueblo.
Bien podrían las mismísimas Abuelas, asistidas por un gobierno que las apoya y respeta, y por organizaciones locales comprometidas en la defensa de los derechos humanos, dar origen a un premio internacional, el suyo propio, con el cual transferir cuotas de su propio prestigio a quienes realmente se esfuerzan por respetar y hacer respetar la integridad y la moral de la raza humana.
Apropiándome de las palabras de un humanísimo Echarri San Martín a un impecable Rago Belgrano en la reciente película: “ustedes, Abuelas, parecen no saber quiénes son…”. Este Cartonero ha sido testigo, por ejemplo, de la admiración y el deslumbramiento que generan con su interminable búsqueda de nietos y dignidad en personajes tan disímiles y distantes como una oficial de policía holandesa que, emocionada, me preguntó si las conocía en persona o un gran empresario australiano que me preguntó si era posible tener una entrevista con ellas.
He aquí nuestro humilde aporte: un comité internacional de notables presidido por Estela; un proceso de selección serio, abierto e intachable (como todo lo que hacen las Abuelas); una ceremonia sencilla, humana, tercermundista, sin tanto frac ni levita y un único premio anual.
Por supuesto que las Madres no tendrían la solvencia económica para un premio anual de un millón cuatrocientos mil dólares como el sueco. La simple medalla de oro que engalana ese premio sería para ellas todo un esfuerzo. Pero algo es seguro: el premio no se materializaría con dinero que viniese a lavar las culpas por la invención de la dinamita. En un tiempo, quién sabe, cuando Marcela y Felipe, nietos o no, reconozcan la magnitud de la obra de las Abuelas, decidan aportar unos cuantos millones que salgan del corazón de esa empresa que supo cagarse en, justamente, los derechos humanos.
De onda.
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