martes, 30 de agosto de 2011

La anti-balsa de piedra (6)



Entre las situaciones y probables cuellos de botella que Rodrigo tuvo en cuenta para sugerirle a su jefe una fecha de entrega de su tesis, nunca había figurado la de pasarse cuatro días seguidos sin poder dedicarle un minuto a sus papeles y atendiendo llamados de colegas, funcionarios, periodistas famosos en programas de radio de la mañana. Tampoco se imaginaba recorriendo tiendas para elegir una pilcha más o menos decente para ir a tal o cual programa de televisión al que lo convocaban para que hiciera algún comentario inteligente, para que tranquilizara al público o por lo menos les tirara alguna frase de esas estruendosas, que en pocos minutos se convertirían en las protagonistas de los flashes informativos y llenarían zócalos y zócalos de emisión.

Los periodistas, zorros viejos en su tarea, apelaban a sus armas más probadas y más eficaces para sacarle algo interesante. Pero no es menos cierto que Rodrigo no tenía mucho para decir. En rigor no tenía nada. Había estado en contacto con los dos o tres lugares con los que había tejido buenas relaciones, amistad y algún romance, para conseguir algún dato relevante, actividad sísmica, varianza en la nivelación de superficies, señales de inicio de una onda lenta, en fin, había intentado con todo lo que le parecía verosímil. Sabía que el público y las autoridades esperaban de él y de su equipo científico alguna señal. Que los conductores de programas populares y los periodistas se aburrían rápido cuando no encontraban algo para convertirlo en primicia. Pero él no podía faltar a su verdad y su verdad era que no encontraban nada.

El único secreto que compartía con el resto de sus compañeros de equipo y colegas más cercanos era la perplejidad. Fisuras menores a lo largo de una zona urbanizada asentada sobre una llanura sedimentaria cuaternaria totalmente estabilizada que no se reflejaban ni en los sistemas de medición ni en ningún registro sísmico. Entre eso y el realismo mágico mediaba un escritor de segunda.

Y la presión por dar una respuesta, no sólo desde las autoridades del laboratorio y del Conicet sino también desde el gobierno lo ponía nervioso, demasiado. Sentía que el prestigio ganado a lo largo de años de laburo estaba en juego. Y en su nerviosismo se vio a sí mismo haciendo cosas ridículas. Se vio recorriendo páginas de libros que habían sido sus compañeros de ruta durante los años universitarios, textos que el consideraba demasiado básicos y demasiado obsoletos, pero aún así buscaba con ahínco algún dato o una situación que pudiera servir como referencia. Se vio recorriendo páginas de internet llenas de textos esotéricos y referencias a fines del mundo mayas, omaldiciendo al puto google, que a cada nueva búsqueda ofrecía respuestas más y más improbables y aparatos más y más berretas vendidos en mercadolibre.

Esa tarde decidió no ir al laboratorio para tratar de descansar del mal ambiente y las presiones que allí imperaban. Se sentía realmente muy cansado. Llamó y avisó que no iba, que tenía fiebre y se sentía mal. Del otro lado Laura entendió, sin preguntarle, que estaba muy estresado y que necesitaba descansar.

Terminó la ensalada de frutas que fungía de almuerzo, puso la radio, luego se arrepintió y cambió por algo de música, un disco de jazz que hacía mucho no escuchaba. Y se tiró un rato en la cama a descansar. Recorrió con la vista la habitación, respiró hondo y se dio cuenta que tenía sueño. En pocos segundos estaba dormido.

Una hora más tarde se despertó, tenso, y se puso en alerta rápidamente. Era raro porque su despertar era lento, algo remolón. Cuando se sentó en la cama la idea vino a su mente. "Claro! Qué boludo! No cuesta nada." Se vistió con prisa. Casi se cae intentando ponerse los zapatos mientras caminaba. Buscó las llaves del auto y la billetera. Como en una película, vivía una especie de plano secuencia que en dos minutos lo tenía en la vereda, caminando hacia el garage donde guardaba el auto.

Después del saludo habitual a Miguel en la caseta, los 20 segundos de espera a que el motor del auto calentara y el recorrido usual hacia la avenida, ganó velocidad hacia el bajo, aprovechando la onda verde. El tráfico fluía liviano.

En el camino puso en marcha el GPS que le habían regalado la semana pasada, hurgó en la guantera buscando la caja y el manual. Trató de programarlo mientras se alejaba de la maniobra displicente de una camioneta fletera que cortaba la avenida en diagonal, buscando salir en la próxima calle a la izquierda. Rodrigo no necesitaba un GPS, pero este se lo había regalado su madre y así como cayó en sus manos, terminó en la guantera del auto. “Quedate ahí, por si acaso” había pensado una semana antes. Ahora tenía que aprender a manejarlo.

Entró a Puerto Madero por la continuación de Estados Unidos, que todavía no daba señales de fisuras en el pavimento. Al menos en la radio y la tele no habían dicho nada. Buscó la costanera, cerca del monumento de Lola Mora. Apenas llegó, estacionó el auto lejos de los trapitos que parecían no tener vacaciones ni aún un miércoles a la hora de la siesta. A unos metros de él unos muchachones grandotes le pasaban un plumero y limpiaban con pulcritud un par de combis blancas que tenía toda la pinta de cubrir servicios turísticos. Vestían muy prolijamente, zapatos, pantalón negro y una corbata de segunda. Se repartían un mate, conversaban animadamente y de vez en cuando respondían a los chirridos cortos de las radios que llevaban enganchadas al cinturón. Rodrigo clavó el freno de mano bien a fondo y empezó a maniobrar con el manual y el GPS. Lo encendió. Trató de llevarlo a la pantalla de información geográfica básica, la que daba latitud, rumbo y velocidad del vehículo. No fue difícil.

Pero le pareció raro que la señal no era estable. Ahí estaban, latitud, longitud, velocidad nula. Pero en un instante los números desaparecían, el GPS parecía entrar en un breve trance, los números eran reemplazados por guiones y puntos y luego, en menos de un click, toda la información volvía a aparecer. – Debe ser bastante berreta – pensó - todos funcionarán así?- golpeó suavemente el borde superior con dos dedos pero el pestañeo de la información no se estabilizó. El quedó mirándolo, dubitativo.

Luego bajó del auto. Se alejó un par de metros. Miró las ruedas. Estaban quietas. Volvió a subir al auto. El GPS seguía pestañeando. Le sonó raro. Por su cabeza empezó a aparecer algo como eso que llamamos una intuición, un pensamiento vago y en apariencia intrascendente. Puso en marcha el auto, quitó el freno, se puso el cinturón y volvió hacia los docks, buscando Huergo. En ese movimiento el GPS se comportó de manera impecable, velocidad, rumbo, coordenadas, todo parecía normal, sin alteraciones, sin pestañeos. Cruzó Huergo y buscó un lugar tranquilo sobre Azopardo, detrás de Facultad de Ingeniería, ese edificio que tanto le gustaba.

Repitió la operación, frenos de mano, motor apagado, se bajo y puso un par de piedrones en la cuña que la curvatura de la rueda forma con el pavimento. Se subió al auto y el GPS emitía una señal estable, firme. Velocidad nula, rumbo nulo, coordenadas fijas estables. - Ahora es un GPS de buena calidad – pensó divertido. Decidió sacarse la duda. Nuevamente puso en marcha el auto y volvió a Puerto Madero. Prefirió cambiar de lugar, quizás la señal satelital que el aparato recibió antes no había sido buena . Desde el monumento de Lola Mora tomó la avenida hacia el sur, esquivando camiones y buscando la central eléctrica. En cuanto encontró un lugar cómodo se tiró al cordón, estacionó y detuvo el motor. Lo mismo de siempre, freno de mano, bajarse, poner un par de piedras, subirse y mirar la pantallita del GPS, que no dejaba de pestañear alternativamente números y guiones.

Apoyó las manos en el volante. No pudo detener el pensamiento que en ese momento atravesó su mente. Estaba azorado. Luego llevó su mano izquierda a la frente y se secó la transpiración.

Finalmente dijo en voz alta, temblando “Se está moviendo...Puerto Madero se está moviendo”.


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sábado, 27 de agosto de 2011

La anti-balsa de piedra (5)



Apenas puso la trompa de su 4x4 en la vereda, buscando la calle que todos los días lo llevaba a su trabajo, nuestro hombre percibió cambios en el paisaje que parecían irreversibles. Alboroto. Mucha gente. Móviles de prensa. Charlas sueltas. Tema único de conversación en casa. Tema único de conversación en el ascensor. Tema único de conversación con Osvaldo, el muchacho de seguridad en el lobby. Tema único en la televisión. Tema único de charla con su hija en el exterior. Estaba empezando a cansarse. A aburrirse del tema. Por eso buscó en la guantera el disco de Bach con el que solía despejarse, autoexcluirse del mundo y poner a reposar las neuronas en el colchón de paz que ofrecían los Conciertos de Brandenburgo, aunque fuera por un rato, hasta que el primer desaprensivo le cruzara el auto y lo sacara de ese estado de calma para obligarlo a emitir una puteada.

Pero Bach era eso. La tranquilidad. La balsa en el medio del océano solitario. El estanque donde pescaba cuando era chico. La d... uhhh! Qué es esa cola? Qué raro una cola ahí, a esta hora de la mañana. Las luces rojas, brillantes, en los acrílicos de los autos adelante indicaban que la frenada había sido reciente. Muchos autos, pensó, demasiados para una ciudad que ya no los tolera. Esperó. Las luces rojas se apagaron y vivió con una módica alegría la señal de que la cola avanzaba. Lentamente. Deteniéndose de nuevo a un nuevo stop total antes de haber recorrido un metro, cuando mucho dos. Se revolvía en su asiento mientras trataba de identificar, estirando el cuello y llevando la vista a los arrabales del parabrisas, adonde el techo le permitía, buscando el motivo del la detención. Imaginaba un choque, un problema mecánico. Pero no lograba detectar nada. Volvía a sentir el respaldo de la butaca en su espalda y trataba de volver a disfrutar a Bach, que ahora desplegaba un solo de clavicordio triste y apacible.

Avanzaba. Por lo menos eso. En algunos minutos saldrían de ese atolladero y podría llegar a su trabajo. Allí se dio cuenta de que no había ido al baño después del usual café mañanero y empezaba a sentir ganas de orinar. Justo ahora! La puta! se maldijo. Dejó pasar unos segundos. Avanzó. Vamos! Vamos! alentó a sus predecesores de espera, en el puente sobre el canalito. Pensó en alguna estación de servicio cerca. Un lugar donde orinar. Cualquiera. No se le ocurría nada que estuviera más cerca que Retiro. Pero la cola seguía ahí adelante. Y ya no había oportunidad de volver atrás. Estaba adentro del puente sobre el canal, sin salida ni maniobra posible.

Ahí vio que todos, los que iban adelante de él, los que caminaban por los laterales del puente, los que estaban en la vereda opuesta, se congelaban mirando con atención hacia el dock. Algo estaba pasando ahí. Y encontró un motivo válido para indignarse: los que lo antecedían no se habían detenido por ningún accidente, sino por curiosidad. Frenaban para ver algo raro en el dock. El todavía no sabía que y, con esa misma bronca, hizo sonar la bocina. Un bocinazo largo e incómodo rompió el paisaje. Ahora algunos transeúntes lo miraron a él. Avanzó otro poco y pudo observar. Era algo en el agua. Personas en el agua. Un par de oficiales de Prefectura en los bordes del canal, con el pecho sobre las barandas metálicas, arrojaban unas sogas y hacían señas a quienes estaban en el agua, un par de curiosos se corrían casi sin saber adónde o paraban para discar en sus celulares, hablaban con los agentes y miraban el agua con desesperación. Avanzó un poco. Recién allí pudo detectar dos personas, en uno de ellos pudo detectar a un agente de Prefectura y en ella una que parecía vestir ropa de trabajo y que agitaba los brazos con desesperación mientras el hombre trataba de acercarse. Esa imagen convirtió a nuestro hombre en hielo. Se le erizó la piel. No podía creer lo que estaba viendo. Arriba de ellos el puente metálico blanco, descuadrado de su horizontal, parecía pender débilmente de un lateral, daba la sensación de caerse en cualquier momento. Y el hombre en el agua trataba de acercarse a la mujer que gritaba y no paraba de moverse.

Con las dos manos aferradas al volante, sin poder creer lo que veía, trató de pensar qué hacer, cómo ayudar, qué había pasado. En esos pensamientos estaba cuando sintió tras de sí un bocinazo. Miró hacia adelante y vio que el auto adelante suyo se había alejado unos veinte metros. Soltó la presión sobre el freno y el auto comenzó a avanzar. Pero é se sentía frío e incómodo como un reptil. Un lagarto que transpiraba.

Encontró un lugar adonde acomodarse sobre la derecha, cerca de los taxis de Buquebus. Frenó. Tiró de la palanca. Se bajó. Dejó el auto en marcha. Y caminando entre los autos que avanzaban lentamente cruzó para acercarse a la baranda del canal y tratar de ayudar. En lo que pudiera. En lo que le pidieran.

Fue peor. Los gritos de la mujer desesperada eran cuchilladas que le entraban por las orejas. Inmediatamente recordó cuando era niño y sus padres lo llevaban al campo de los tíos, y escuchaba como chillaban los chanchos que se carneaban dentro del galpón. Bajó la velocidad de los pasos. Y le preguntó al primer muchacho que encontró cerca de la baranda qué había pasado. El pibe, alto y flaco, todo un cadete de oficina de alto nivel, sin darse vuelta le señaló el puente y le dijo: “no sé, pero parece que se cayó, ve? está descolgado el puente, se abrió, se partió”. Trató de juntar una idea con otra. Pero era imposible. Siguió caminando y habló con un gordo, agente de prefectura, que trataba de contener a la gente que se arrimaba. Atrás de él sus colegas tiraban de la soga, que ya estaba tensa, como si hubieran finalmente pescado a la mujer que él desde ahí no podía ver. “López!!!” se escuchó y el agente se dio vuelta, “López, la tenemos!! Vení que tenemos que guiarlos hasta el borde de la explanada” El tal López se dio vuelta, dejó todo y se fue hasta la esquina. Nuestro hombre se arrimó a la baranda y vio al hombre de prefectura, abajo, con su chaleco naranja flúo, peleando contra los impulsos de la mujer y contra las ataduras de su propia ropa, de los zapatos, de ese chaleco oprobioso.

La gente alrededor gritaba. Asesoraba. Calmaba. Alguno trataba de tranquilizar y animar a la mujer, de dar una voz de ánimo. Ella ahora estaba atrapada en los brazos del agente. Trató de llevarla a nado hacia el borde de piedra y desde arriba los compañeros tiraron de la soga hacia esa esquina. El empezó una maniobra para atarla de la cintura y cuando la tuvo firme, les pidió a los de arriba que la subieran. Ella subió agitada y tensa, arrastrada por la soga y rozada por el lateral de piedra que le desacomodaba la pollerita sastre mojada. Cuando llegó a la explanada, se aferró al borde, en el mismo instante en que llegaba el gomón de prefectura. Tarde. La mujer se apoyaba, sola, tosiendo y llorando en la explanada con la soga todavía en la cintura.

Mas abajo, desde el gomón le lanzaban un salvavidas y una soga al agente que no sabía que estaba a punto de conocer las mieles efímeras de la fama. Desde el bote le preguntaron si estaba bien y , sin hablar, asintió con la cabeza. Los aplausos ya empezaban a bajar desde los bordes del canal.



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miércoles, 24 de agosto de 2011

Conocer el cielo, conocer el mar



Para esto.

También para esto estatizamos nuestra castigada línea aérea de bandera.

Mirá la foto.

Son 38.

Son aborígenes.

Son pobres.

Son jubilados.

Son pasajeros.

Son turistas.

Son argentinos.

Ahora, son felices.


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sábado, 20 de agosto de 2011

La anti-balsa de piedra (4)


Miró el reloj y marcaba dos y media. Se sentía cansado. Cerró la puerta y apuntó con naturalidad hacia el puente, como cada noche. –Uff! esas botas – pensaba, mientras movía dentro de las zapatillas los dedos, que disfrutaban estirándose, libres por fin de la presión que les imponían las botas y que sólo se repetiría al mediodía siguiente. –Le voy a reclamar a Parella que me las cambie por un número más. Ya le dije que me andan chicas – en estos pensamientos venía con el paso ágil y la cabeza gacha, como un ceniciento al que le dieron las doce y deja de ser un gaucho argentinou parriyerou with bolas y pasa a ser Juan Monsalvo, el que se toma el 105 a Sáenz Peña. Nadie en las cercanías, ni siquiera el muchacho de Prefectura al que siempre saludaba cuando se subía al Puente de la Mujer, el recorrido que más le gustaba.

–Le dije a Parella que calzo 43, será sordo o boludo este, eehp…tuvo que frenarse de golpe, un instante antes de una pestaña, antes de caerse, antes de la muerte. El corazón le dio un golpe contra el pecho, como queriendo huir de su propio cuerpo y de lo que estaba viendo. Hizo equilibrio con los brazos y en la maniobra casi pierde el bolsito verde que lo acompañaba a todos lados. Sintió el corazón que trotaba como un potro, trató de aferrarse a la baranda metálica y empezó a creer en Dios. El Puente de la Mujer se cortaba. Se terminaba. Y abajo el vacío. Y allá en el fondo, el agua, mansa, aleonada. Se dio cuenta que ya estaba transpirando. –Qué cagazo, mamita! – se escuchó decir a sí mismo. Miró para los costados. Buscó alguien cerca, atrás. Nada. Estaba solo. Ningún caminante cerca, ningún vecino con insomnio que hubiera salido a dejar de aburrirse en la casa. Y a ayudarlo a entender eso que veía y no podía entender. Allá, a lo lejos, la figura quieta y solemne de Cristobal Colón. Atrás el telón de luces fucsia en la Casa Rosada. Quizás aquel, a punto de bajar del bote en la nueva tierra, hubiese sentido el cagaza que el acababa de experimentar. El Puente de la Mujer cortado. Los listones de madera deteniendo su continuidad para volver a aparecer un par de metros más allá.

-Qué hago? Tengo que avisar. A quién? Quiero ir a casa, pensaba. – Se asomó de nuevo al borde. Allá abajo el agua. Y todo el resto igual. Pero el puente, separado, discontinuo. – Si pego el salto y llego al otro lado, aviso allá enfrente – deliró. –Nooo, qué voy a saltar esto. Son como dos metros. Ni en pedo – Desanduvo sus pasos, despacio, midiendo la resistencia de las tablas a cada paso. Esperando que nada así volviera a pasar por los próximos diez metros, por lo menos hasta que estuviera en tierra firme. Llegó y volvió a la parrilla, que estaba a pocos metros. Golpeó. Todavía estaba Parella en la caja, contando guita. Le golpeó el vidrio con una llave y cuando Parella levantó la vista, se sorprendió de ver el aspecto, la cara de Monsalvo. Agarró la llave y salió caminando con prisa hacia la puerta, pero con cautela, pensando que podría estar siendo víctima de un robo o que estaba pasando algo raro: -Qué hacés, Monsalvo, qué cara, viejo!? – No. No sabés. – tomó aire de nuevo para poder seguir hablando.- El cagazo de mi vida. Casi me muero. – Qué?! Qué pasó? Te afanaron? – No. Callate. – Vení, pasá, qué hacés ahí en la puerta? – Vos vení. Seguime. Vení a ver esto. – Qué pasó? – Vení. Vení. Cerrá todo con llave y vení. Dale. No lo vas a poder creer. A Juan le gustó el enigma. Volvió a la caja. Metió los fajos en el estante de abajo, cerró la puertita y volvió hacia la puerta. Ahí cerró con llave mientras Juan lo miraba a unos 4 metros. - Casi me muero, Parella, mirá. Vení a ver esto. – Salgo como siempre y agarro por el puente, que me saca directo – Sí, y? – Pará, pará.- Mientras caminaban Juan empezaba a rezar pidiendo que no hubiera sido un sueño. Que lo del Puente estuviera ahí y se lo pudiera mostrar a su jefe. Subieron al puente y escuchó de atrás – Adónde me llevás, de paseo, me querés dar un beso en el Puente, Juan? – Monsalvo se detuvo. Se dio vuelta y con la mano derecha le indicó la imperfección. El corazón le volvía a latir fuerte.

Parella se quedó duro. Helado. El Puente de la Mujer estaba abierto, separado. Y no era la maniobra de giro para que pasaran los barcos, estaba igual que siempre, apuntando al otro borde. Pero separado de este lado unos 2 metros, 2 y pico. – Viste? – le dijo Monsalvo, algo sobrador.- Casi me mato. Venía caminando a los pedos, con la mirada baja y casi no lo ví. – Uuyy! Boludo. Es impresionante.- Decímelo a mí. Casi me voy al agua. Y no sé nadar.- Hay que avisar- dijo Parella. Bajaron del puente juntos, caminando despacio y volviendo la vista cada tanto hacia el borde del lado opuesto, para fijar en sus retinas eso que no podían creer. –Pellizcame- le dijo Monsalvo. – No será la grieta de Belgrano? pensó Parella.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Federal


No hubo pujas, ni peleas de cartel, ni disputas personales, ni diferencias de proyecto, ni modelos confrontados en esa reunión.

Hubo, sí, tristeza e impotencia por parte de nuestro hombre. Porque, en el fondo, sabía que no tenía nada certero, nada materialmente valioso para ofrecer al proyecto de una patria común latinoamericana. Tras de sí. Tras miles de leguas recorridas y millones de kilómetros cuadrados liberados, nuestro hombre sentía la íntima vergüenza de no poder ofrecerle a la gran Revolución ni un sable, ni una mula. Nada de lo que él firmara o acordara en esa reunión iba a ser refrendado por las dirigencias de las regiones que él, en esa mesa, representaba.

El Perú envuelto en luchas intestinas, hijas de su decisión de reconocer a los indios como ciudadanos libres. Y en Buenos Aires una runfla de traidores cuyo solapado objetivo era el de convertirse en el nuevo yugo de América, reemplazo de Madrid. Y él lo sabía.

Así, ninguneado por los propios, hijo de la distancia que le imponían sus propias campañas con el lugar de las decisiones, ético hasta la médula como para jurarse no levantar la espada en contra del pusilánime de Rivadavia y los suyos, dejó su verdad en manos de Bolívar, arregló sus papeles y pertenencias en el Sur y subió a “La Bayonnaise” para marchar a Le Havre y de allí a la bucólica Bruselas.

El único sustento económico que le llegó durante los años de su autoexilio en Europa fue el modesto alquiler de su solar en Mendoza. Buenos Aires nunca le envió pensión ni agradecimiento. Así, recien viudo y a cargo de su hija, hizo lo que humanamente pudo. Hasta subsistir de los préstamos respetuosos y amigables de su viejo camarada en Bailén, el capitán Aguado.

En octubre del 27 se enteró de que aquel hombre valiente y fanfarrón que había sido su subalterno y amigo, el Coronel Dorrego, estaba al mando de un gobierno federal y popular en Buenos Aires. No lo dudó. Preparó su equipaje y su familia y, ansioso y feliz, subió al bergantín Countess of Chichester para llegar cuanto antes a Buenos Aires y ponerse a sus órdenes. Tenía una estima especial por Dorrego, sabía que este lo respetaba y admiraba, mucho más desde que le había ordenado castigo de cárcel en Santiago del Estero, años atrás, esas decisiones riesgosas que pueden distanciar pero en el fondo sueldan a fierro una amistad.

En el puerto de Río de Janeiro, primera escala en busca de agua y provisiones, se enteró que Dorrego había sido apresado por los unitarios y que la situación política en Buenos Aires era caótica. Conociendo la volatilidad de la política en estas tierras y negándose a una frustración, apostó seguir viaje y encomendarse al destino. En Montevideo le informaron con más detalle los sucesos del primer golpe de estado de nuestra historia y la cobarde ignominia de Lavalle al fusilar a Dorrego en Navarro.

Se dio cuenta de que todo estaba perdido. Y allí, seco de tristeza y amargo de pesar, decidió volver a Europa. Su bergantín debía pasar por Buenos Aires, y nuestro hombre no tuvo más remedio que mirar a su tierra desde la banda de un barco con bandera extranjera. Fueron 6 interminables días.

El pusilánime de Lavalle, tratando de apaciguar el galimatías que él mismo había creado y consciente del enorme prestigio de nuestro hombre, trató de congraciarse con el gauchaje y envió un par de misiones al bergantín para tratar de convencerlo de tomar el mando del Ejército Grande. Nuestro hombre sabía que era sólo un paso de comedia en el medio de una vil tragedia.

Hoy no alcanzo a imaginar la pena de nuestro hombre, abrazado a su hija, condenado a no poder pisar la tierra que tanto amaba. En cuanto el silbato del inglesito contramaestre anunció su retorno a Europa, nuestro hombre derramó la que sabía era su última lágrima por esta tierra.

Era tan federal como Rosas, tan popular como Perón y tan idealista como Néstor.

Sus adversarios siguen siendo nuestros adversarios.

Sus ideales también.





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martes, 16 de agosto de 2011

Poniendo la tapa


10 millones y pico votaron a Cristina.
Adiviná quién se hunde?...



El periodismo que sacrifica la credibilidad en el altar del poder.



A los muchachos de la Redacción que intentaron cambiar algo,
les mandamos un abrazo.

Exagerados


EFE.- Una enorme migración de pingüinos magallánicos que fijan domicilio en la Reserva Provincial de Punta Tombo, emprendió el sábado una inédita y sorpresiva migración que sorprendió a los habitantes de la región. La inesperada migración empezó el sábado 13 en horas de la mañana, cuando comenzaron a verificarse movimientos masivos de pingüinos portando todo tipo de bolsos y mochilas pequeñas con enseres y efectos personales, bolsas de dormir y mudas de ropa, en un despliegue que nunca antes se había observado.

Consultamos al doctor Arnoldo Caparro, ornitólogo y politólogo especialista en aves de corral, quien referenció que el único pingüino que migra es la especie Emperador, cuya extraordinaria migración está reflejada en la película "La Marcha de los Pingüinos".

Nuestro cronista nos detalló que las aves subieron a micros que los esperaban sobre la banquina de la Ruta Nacional 3, con dirección al norte. Uno de ellos, consultado por este medio cuando se estaba apeando al vehículo que iba a transportarlo, declaró: "Y estos no somos todos. Muchos decidieron ahorrarse el micro y se fueron nadando. Dicen que llegan a Buenos Aires y se toman el tren en Retiro, que les sale más barato". Instantes antes de desmayarse ante la inverosímil existencia de pingüinos que hablan, nuestro cronista tuvo la oportunidad de re-preguntarle cuál era el destino de esta increíble migración. Dando claras señales de su molestia por ser demorado, mientras le pegaba amistosamente en el cachete con su ejemplar del nuevo DNI, con gesto sobrador el pingüino contestó "nos esperan con un chori en Atamisqui, pibe, nos vamos a Atamisqui".




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domingo, 14 de agosto de 2011

Una anti-balsa de piedra (3)



Lo que en la mañana empezó siendo un flash en los canales especializados de noticias, para los noticieros de la noche se había convertido en el tema excluyente. Sólo acompañado por alguna pastilla deportiva y los siempre pagadores casos puntuales de inseguridad, en especial el las chicas francesas, que venía ocupando pantalla desde un par de días que parecían meses. Las hipótesis, las conclusiones y las inferencias inesperadas de tantos razonamientos, que empezaban a vomitarse sobre el micrófono cuando se prendía la luz roja de la cámara que indicaba la hora de hablar sin pensar pero a la vista de todo el mundo, alcanzaban niveles incluso superiores a los de Susana hablando de algo que no conoce y hubieran hecho sentir un aprendiz a Orson Wells en persona.

Comunicaciones con autoridades del gobierno municipal, secretarios de obras públicas de gobiernos anteriores, acusaciones a las empresas constructoras por no atender los teléfonos o, peor, por haberse mudado, responsabilidades endilgadas veladamente a las autoridades nacionales y hasta a La Cámpora, porque uno de los suyos era el Director de la Corporación Puerto Madero, todo el arsenal de batalla puesto en acción para evitar que los televidentes osaran cambiar de canal para ver qué decían en la competencia. Mientras tanto, el vecino permanecía en su casa y acariciaba suavemente la cabeza de su perro mientras confirmaba que, después de muchos meses, la mañana siguiente iba a desatender la orden del médico y no iba a salir a hacer su caminata.

Su mujer, que ya mostraba cierto hastío con lo repetitivo y monotemático del canal de noticias, se levantó de su sillón y marchó hacia el baño. En el camino, con la voz alta que entonaba cuando sentía esa indignación de haber nacido en el país equivocado, le decía al hombre “Me llamó Marita, la del sexto, mi amiga. Me propuso que armemos una reunión para quejarnos…”. Nuestro hombre enarcó las cejas, mientras buscaba lo último en el fondo del plato con maníes con el que acompañaba su cerveza. –Están locas- pensó.

Sonó el teléfono. Era Isabel, la hija. Llamaba desde Londres, donde vivía hacía un año. Se habían ido con el novio cuando el consiguió un trabajo en una multinacional minera. Miró el reloj. –Isa, pero qué hora es allá? –Son las dos, pá, ustedes están bien? – Si, nena, estamos bien, por qué? preguntó el caminante con perro ahora devenido padre, que no sabía con qué nivel de preocupación lo llamaba la hija –Estaba acá en casa, Mariano hoy está en Suecia, en internet, me metí en La Nación y ví. Pero ustedes están bien en serio? – Si, nena, estamos bárbaro. No pasa nada. Un par de fisuras grandes en el piso. Rarísimo. Y todo el mundo y los periodistas en el barrio. Pero nada.

La mujer, a quién todavía le funcionaba a la perfección el instinto materno de calmar la preocupación de una hija asustada a 12 mil kilómetros, retornaba del baño como una tromba y le decía al marido, vocalizando cada sílaba sin hablar, “dame a miii, dame a miii” mientras se señalaba el pecho. –Acá está tu madre, que se sale de la ropa por hablar con vos.- Si. – Si. Yo también te quiero mucho- Quedate tranquila, no pasa nada.- Te amo, si. Ya te paso.- La esposa, ahora que había logrado su objetivo, lo apuraba, le decía diciéndole “dale, Ricardo, dame!!”

-Hooolaaa chiquiiita!! No, tu padre. Síiii. Si, está preocupado pero no lo dice. Igual que siempre, una bestia. Como la vez que me operaron.- El hombre miró al cielorraso un segundo, luego bajó la cabeza y la movió a lo lados, negando, un par de veces. Caminó hacia la mesa donde estaba el diario y lo tomó mientras seguía, inmutable hacia su pieza. Atrás dejaba la voz alta de su mujer que ponía al día a su hija sobre la condición de pionero de su padre, porque era el que había descubierto, junto a Tuque, la primera fisura esa mañana. – Síiii, no sabés como ladró Tuque toda la mañana.- Blam. El hombre cerró la puerta. – Sonamos, pensó él, mañana me despierta un movilero de Crónica TV. Lo que me faltaba.



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miércoles, 10 de agosto de 2011

Cameron



Cameron no piensa convocar al ejército para disolver las manifestaciones y focos de violencia que recrudecen en Birmingham, Wolverhampton, West Bromwich, Greater Manchester, Salford, Liverpool, Bristol y Gloucester.

Sólo apelará a triplicar la fuerza policial, llevándola a 16 mil hombres.

Quizás no puede usar a las fuerzas armadas porque están todas asignadas a misiones liberadoras y democratizadoras en Irak y Afganistán.

Digo, de pronto, me parece...



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lunes, 8 de agosto de 2011

Una anti-balsa de piedra (2)



En un momento de la tarde, cuando el acontecimiento parecía convertirse en nada más que eso. Cuando todos los secretarios de infraestructura, los ingenieros, los ministros de educación y las secretarias habían dado su opinión. Cuando los periodistas esperaban con ansiedad que una llamada del canal o la radio los sacara de eso que ya se convertía en un soponcio, una noticia cayó como otro baldazo de agua fría entre los presentes. Se supo cuando un cuatri de Prefectura con dos agentes hizo su llegada desde el sur, por la avenida, a toda sirena y velocidad, rompiendo la parsimonia de los automovilistas que, además de la congestión que vivían, aprovechaban para pasar despacio cerca de la fisura y ver si podían detectar algo entre las piernas de la gente que se arremolinaba alrededor.

Hicieron una parada corta entre la gente, quizás alentados por el que venía atrás, levemente parado encima de los pedalines, y tratando de sentirse importante. Le avisó a un par de personas que una fisura parecida, aunque no tan grande ni tan visible, se había abierto por debajo de la luz del puente de la última calle de ingreso al lado sur de Puerto Madero. Ahí, a metros de la entrada al Casino Flotante. Dijeron esto un par de veces, respondieron poquísimas preguntas, más agitados por la excitación de la noticia que por el poco esfuerzo físico que requiere hacer 10 cuadras en cuatri. Y raudamente siguieron camino hacia el cuartel de prefectura, sabiendo que si el mayor se enteraba que otros se habían enterado antes que él, iba a ser para problemas.

Lo cierto es que esa pequeña noticia dicha en segundos estalló como un polvorín. En minutos los periodistas, cámaras, asistentes, productores y los plomos repusieron todo el arsenal de cables, aparatos y equipo de vuelta en las combis, con una velocidad increíble. Era evidente que tenían cancha en estas cuestiones. Diez minutos después de las sirenas del cuatri, allí sólo quedaban algunos transeúntes, algunos autos, tres o cuatro agentes de prefectura y las fajas de seguridad de nailon amarillo, para despabilar a algún dormido.

Los móviles marchaban todos a paso raudo hacia el sur, a convertirse en testigos irrefutables de esa nueva sonrisa de la tierra. Esta vez debajo de un puente, lo que exigió de los cámaras y los iluminadores un poco más de esfuerzo. Pero el aspecto era una copia exacta. En lugar de correr sobre el negro del asfalto, esta vez corría sobre piedras calizas que algún trabajador, quién sabe cuando, había colocado con mucha parsimonia sobre todo el lecho del dique y el canal que conducía a la boca del puerto. Como un trueno en el cielo, emergía del agua, ganaba altura en busca del puente y se escondía en su dorso, sin dar señales de vida del lado opuesto, el superior donde se asentaba el pavimento y donde los autos habían dejado de pasar.

A partir de aquí la cantidad de móviles de radio y televisión y los periodistas aumentaron. Los transeúntes, gentes de corbata o trajecitos sastre, venían a ver el fenómeno con sus propios ojos cuando las oficinas decidían dejar descansar al capitalismo, al menos hasta la mañana siguiente. Contentos. Charlando en grupos. Caminando por la vereda soleada de Moreau de Justo. Y haciendo los comentarios más extravagantes. -Mirá si se está partiendo Puerto Madero y se hunde, le decía un cadete flaco y desgarbado a la secretaria del jefe, a quien le tenía ganas desde hacía meses. Ay! Callate, Diego! respondía ella con la voz aflautada y la secreta ventaja de saber lo que él creía que ella no sabía, porque se lo había contado el chico del comedor.

Lejos de allí, en su bucólico rincón en el bosque de La Plata, el teléfono del viejo no dejaba de sonar. Funcionarios. Televisión. Radios. Medios. Hasta la secretaria de un ministro. Ramón, así se llamaba nuestro sujeto, había pensado varias veces en dejarlo descolgado. Estaba harto. Pero todos le preguntaban lo mismo. Nada raro, Don Córdoba? Ni una señal de terremoto? El técnico electromecánico especialista en instrumental don Ramón Córdoba, paciente quizás por ser oriundo de la provincia de Santiago del Estero, a todos les respondía que el aparato había detectado sismos lejanos, en Perú y en Ecuador, con total precisión. Era imposible que no detectara un terremoto ahí, a 60 kilómetros, en Capital. -El sismógrafo no marcó nada. Nada. Esas fisuras deben ser trabajos de calles mal hechos. Contratistas que falopearon el pavimento, trataba de tranquilizar Ramón. Pero en tres o cuatro ocasiones, en especial a la tarde después de la segunda fisura, había vuehttp://www.blogger.com/img/blank.giflto a entrar en la sala del sismógrafo para recorrer todo el equipo y quedarse tranquilo. Efectivamente, la bola gigante ahí, quieta, impávida. La aguja con tinta en su lugar. El rollo de papel moviéndose con el mecanismo. La computadora encendida. Al final, un sismógrafo tampoco era algo tan complejo. Eso sí, una pequeña, casi imperceptible rayita a las cinco y veinte de la mañana de ese día. Pero si eso era un sismo, sus treinta y cinco años de laburo tenía que tirarlos a la basura. Esa rayita podía ser un volcán en Honolulu, un terremoto en Ankara o un martillo neumático en 1 y 52, pero de ninguna manera podía ser una grieta gigante en… Puerto Madero.



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viernes, 5 de agosto de 2011

Una anti-balsa de piedra



Dedicado a don José Saramago,
quien me devolvió la capacidad de asombro

La fisura en el puente giratorio de Avenida Belgrano causó sorpresa. En un principio, las autoridades de Prefectura trataron de no levantar el avispero. Todos sabemos lo molestos que pueden llegar a ser los periodistas, las mil preguntas, las investigaciones en curso, las manos del juez.

Pero esa ilusión duró poco. La rajadura era grande, cruzaba toda la calle. La detectó por primera vez un vecino del barrio. Salió muy temprano a la mañana con su perro, un hermoso lebrel con ojos tristes y enorme curiosidad, que según el dueño había estado ladrando toda la mañana. Hacían siempre el mismo recorrido. El médico le había recomendado hacía unos meses salir a caminar. Ejercicio dinámico, dice que le dijo. Pero esa mañana, apenas el perro tuvo acceso a la vereda, salió disparado como una flecha hacia esa cicatriz en la calle. El vecino iba atrás, molesto sin saber por qué. Si por no poder controlar a su mascota o porque esta lo hubiera despertado a las cinco.

Pero apenas vio a su perro olisquear sobre algo tan extraño, tan anormal, se olvidó de su mal humor. Lo primero que pensó fue que algún camionero inescrupuloso, de esos que a todas horas transitan sobre Huergo, había errado el camino, se había metido en Puerto Madero y el puente no había soportado el peso del camión. Pero en la calle no había nadie, estaba desierto. Unos muchachones, a lo lejos, movían bolsas de consorcio llenas de basura de la puerta de servicio de un restaurant. Se preocupó. Silbó a su perro y apuntó hacia la oficina de Prefectura. Pensó que allí ya sabrían todo y quizás alguien lograba explicar algo.

En el camino encontró a un agente, uno morocho que hacía imaginaria en esa esquina. En pocas palabras le contó lo que había visto y esperó una palabra de tranquilidad, de sosiego. Pero nada. El agente lo miraba perplejo. O quizás molesto porque le habían interrumpido el jueguito en el celular. Cuando el vecino vio que no reaccionaba, que no tomaba ninguna decisión, actuó. Como actuaba en su trabajo cuando había que poner orden y calmar a la gente: le dijo que se fuera hasta el lugar y que evitara el tráfico en esa calle. Que él iba a ir hasta la oficina de prefectura a contarles el incidente.-Me piden que no me mueva de acá, le dijo el agente. -Vaya, hombre, vaya, esa grieta es peligrosa y podría causar un accidente, trató de convencerlo el vecino.

Sin esperar a su reacción, siguió con el ritmo activo de caminata que le había pedido el médico. Cuando llegó, un oficial con pinta de mayor edad, y con pinta de ser un estar un poco más despierto, lo atajó en la entrada: Ustéd es el que vio la grieta? Nos acaba de avisar Gutiérrez. – Si, fui yo dijo, mientras veía que detrás del agente empezaba un movimiento de agentes bastante inusual. Y cómo es? le preguntó. Grande. Enorme. Cruza toda la calle. En realidad la vio mi perro. Ya mandé un cuatri para allá con dos agentes. Van a cortar la calle. Despreocúpese. Ya nos hacemos cargo. Vaya tranquilo. Seguro que cedió el pavimento por viejo. El vecino siguió su camino. No sin antes silbarle al perro, que se había entretenido empezando un pozo en uno de los árboles cercanos.

Retener al periodismo fue imposible. A las 10 de la mañana ya eran varias las camionetas blancas estacionadas en las cercanías. Con las puertas laterales abiertas de par en par y cantidades de tripas de colores emergiéndoles de las entrañas y llegando hasta las cámaras. Y esos platos que llevan en el techo, apuntando al cielo. Cámaras, algunos periodistas, muchachones con camperas de canales de televisión y muchos, muchos curiosos. Una gordita simpática, haciendo su agosto con la venta de café, el carrito lleno de termos viejos y la charla divertida con los muchachos de los móviles, que la miraban, se miraban entre ellos y se guiñaban un ojo.

Y así, la cosa siguió. Sin pasar de una enorme fisura que durante toda esa jornada se mantuvo ahí, igual que como había amanecido. Y el vecino del perro, en su living, siguiendo todo por C5N, que era el que más tiempo le dedicaba. En un momento pudo ver al agente que lo había recibido en la oficina, aquel morocho con cara de zorro viejo. Le estaban haciendo un reportaje. Subió el volumen para escuchar con claridad y se sintió raro cuando el agente, con una cierta sonrisa en el rostro, dijo que el primero que les avisó fue un hombre que sale todos los días a caminar con su perro. El vecino lo escuchó y sonrió. Sabía que, en esa instancia, los periodistas hubieran vendido a la madre por una nota con él. Pero lo suyo era el bajo perfil. Y supo que debería extremar el bajo perfil por un par de días.



(Esta historia puede continuar).