martes, 30 de agosto de 2011
La anti-balsa de piedra (6)
Entre las situaciones y probables cuellos de botella que Rodrigo tuvo en cuenta para sugerirle a su jefe una fecha de entrega de su tesis, nunca había figurado la de pasarse cuatro días seguidos sin poder dedicarle un minuto a sus papeles y atendiendo llamados de colegas, funcionarios, periodistas famosos en programas de radio de la mañana. Tampoco se imaginaba recorriendo tiendas para elegir una pilcha más o menos decente para ir a tal o cual programa de televisión al que lo convocaban para que hiciera algún comentario inteligente, para que tranquilizara al público o por lo menos les tirara alguna frase de esas estruendosas, que en pocos minutos se convertirían en las protagonistas de los flashes informativos y llenarían zócalos y zócalos de emisión.
Los periodistas, zorros viejos en su tarea, apelaban a sus armas más probadas y más eficaces para sacarle algo interesante. Pero no es menos cierto que Rodrigo no tenía mucho para decir. En rigor no tenía nada. Había estado en contacto con los dos o tres lugares con los que había tejido buenas relaciones, amistad y algún romance, para conseguir algún dato relevante, actividad sísmica, varianza en la nivelación de superficies, señales de inicio de una onda lenta, en fin, había intentado con todo lo que le parecía verosímil. Sabía que el público y las autoridades esperaban de él y de su equipo científico alguna señal. Que los conductores de programas populares y los periodistas se aburrían rápido cuando no encontraban algo para convertirlo en primicia. Pero él no podía faltar a su verdad y su verdad era que no encontraban nada.
El único secreto que compartía con el resto de sus compañeros de equipo y colegas más cercanos era la perplejidad. Fisuras menores a lo largo de una zona urbanizada asentada sobre una llanura sedimentaria cuaternaria totalmente estabilizada que no se reflejaban ni en los sistemas de medición ni en ningún registro sísmico. Entre eso y el realismo mágico mediaba un escritor de segunda.
Y la presión por dar una respuesta, no sólo desde las autoridades del laboratorio y del Conicet sino también desde el gobierno lo ponía nervioso, demasiado. Sentía que el prestigio ganado a lo largo de años de laburo estaba en juego. Y en su nerviosismo se vio a sí mismo haciendo cosas ridículas. Se vio recorriendo páginas de libros que habían sido sus compañeros de ruta durante los años universitarios, textos que el consideraba demasiado básicos y demasiado obsoletos, pero aún así buscaba con ahínco algún dato o una situación que pudiera servir como referencia. Se vio recorriendo páginas de internet llenas de textos esotéricos y referencias a fines del mundo mayas, omaldiciendo al puto google, que a cada nueva búsqueda ofrecía respuestas más y más improbables y aparatos más y más berretas vendidos en mercadolibre.
Esa tarde decidió no ir al laboratorio para tratar de descansar del mal ambiente y las presiones que allí imperaban. Se sentía realmente muy cansado. Llamó y avisó que no iba, que tenía fiebre y se sentía mal. Del otro lado Laura entendió, sin preguntarle, que estaba muy estresado y que necesitaba descansar.
Terminó la ensalada de frutas que fungía de almuerzo, puso la radio, luego se arrepintió y cambió por algo de música, un disco de jazz que hacía mucho no escuchaba. Y se tiró un rato en la cama a descansar. Recorrió con la vista la habitación, respiró hondo y se dio cuenta que tenía sueño. En pocos segundos estaba dormido.
Una hora más tarde se despertó, tenso, y se puso en alerta rápidamente. Era raro porque su despertar era lento, algo remolón. Cuando se sentó en la cama la idea vino a su mente. "Claro! Qué boludo! No cuesta nada." Se vistió con prisa. Casi se cae intentando ponerse los zapatos mientras caminaba. Buscó las llaves del auto y la billetera. Como en una película, vivía una especie de plano secuencia que en dos minutos lo tenía en la vereda, caminando hacia el garage donde guardaba el auto.
Después del saludo habitual a Miguel en la caseta, los 20 segundos de espera a que el motor del auto calentara y el recorrido usual hacia la avenida, ganó velocidad hacia el bajo, aprovechando la onda verde. El tráfico fluía liviano.
En el camino puso en marcha el GPS que le habían regalado la semana pasada, hurgó en la guantera buscando la caja y el manual. Trató de programarlo mientras se alejaba de la maniobra displicente de una camioneta fletera que cortaba la avenida en diagonal, buscando salir en la próxima calle a la izquierda. Rodrigo no necesitaba un GPS, pero este se lo había regalado su madre y así como cayó en sus manos, terminó en la guantera del auto. “Quedate ahí, por si acaso” había pensado una semana antes. Ahora tenía que aprender a manejarlo.
Entró a Puerto Madero por la continuación de Estados Unidos, que todavía no daba señales de fisuras en el pavimento. Al menos en la radio y la tele no habían dicho nada. Buscó la costanera, cerca del monumento de Lola Mora. Apenas llegó, estacionó el auto lejos de los trapitos que parecían no tener vacaciones ni aún un miércoles a la hora de la siesta. A unos metros de él unos muchachones grandotes le pasaban un plumero y limpiaban con pulcritud un par de combis blancas que tenía toda la pinta de cubrir servicios turísticos. Vestían muy prolijamente, zapatos, pantalón negro y una corbata de segunda. Se repartían un mate, conversaban animadamente y de vez en cuando respondían a los chirridos cortos de las radios que llevaban enganchadas al cinturón. Rodrigo clavó el freno de mano bien a fondo y empezó a maniobrar con el manual y el GPS. Lo encendió. Trató de llevarlo a la pantalla de información geográfica básica, la que daba latitud, rumbo y velocidad del vehículo. No fue difícil.
Pero le pareció raro que la señal no era estable. Ahí estaban, latitud, longitud, velocidad nula. Pero en un instante los números desaparecían, el GPS parecía entrar en un breve trance, los números eran reemplazados por guiones y puntos y luego, en menos de un click, toda la información volvía a aparecer. – Debe ser bastante berreta – pensó - todos funcionarán así?- golpeó suavemente el borde superior con dos dedos pero el pestañeo de la información no se estabilizó. El quedó mirándolo, dubitativo.
Luego bajó del auto. Se alejó un par de metros. Miró las ruedas. Estaban quietas. Volvió a subir al auto. El GPS seguía pestañeando. Le sonó raro. Por su cabeza empezó a aparecer algo como eso que llamamos una intuición, un pensamiento vago y en apariencia intrascendente. Puso en marcha el auto, quitó el freno, se puso el cinturón y volvió hacia los docks, buscando Huergo. En ese movimiento el GPS se comportó de manera impecable, velocidad, rumbo, coordenadas, todo parecía normal, sin alteraciones, sin pestañeos. Cruzó Huergo y buscó un lugar tranquilo sobre Azopardo, detrás de Facultad de Ingeniería, ese edificio que tanto le gustaba.
Repitió la operación, frenos de mano, motor apagado, se bajo y puso un par de piedrones en la cuña que la curvatura de la rueda forma con el pavimento. Se subió al auto y el GPS emitía una señal estable, firme. Velocidad nula, rumbo nulo, coordenadas fijas estables. - Ahora es un GPS de buena calidad – pensó divertido. Decidió sacarse la duda. Nuevamente puso en marcha el auto y volvió a Puerto Madero. Prefirió cambiar de lugar, quizás la señal satelital que el aparato recibió antes no había sido buena . Desde el monumento de Lola Mora tomó la avenida hacia el sur, esquivando camiones y buscando la central eléctrica. En cuanto encontró un lugar cómodo se tiró al cordón, estacionó y detuvo el motor. Lo mismo de siempre, freno de mano, bajarse, poner un par de piedras, subirse y mirar la pantallita del GPS, que no dejaba de pestañear alternativamente números y guiones.
Apoyó las manos en el volante. No pudo detener el pensamiento que en ese momento atravesó su mente. Estaba azorado. Luego llevó su mano izquierda a la frente y se secó la transpiración.
Finalmente dijo en voz alta, temblando “Se está moviendo...Puerto Madero se está moviendo”.
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