sábado, 27 de agosto de 2011

La anti-balsa de piedra (5)



Apenas puso la trompa de su 4x4 en la vereda, buscando la calle que todos los días lo llevaba a su trabajo, nuestro hombre percibió cambios en el paisaje que parecían irreversibles. Alboroto. Mucha gente. Móviles de prensa. Charlas sueltas. Tema único de conversación en casa. Tema único de conversación en el ascensor. Tema único de conversación con Osvaldo, el muchacho de seguridad en el lobby. Tema único en la televisión. Tema único de charla con su hija en el exterior. Estaba empezando a cansarse. A aburrirse del tema. Por eso buscó en la guantera el disco de Bach con el que solía despejarse, autoexcluirse del mundo y poner a reposar las neuronas en el colchón de paz que ofrecían los Conciertos de Brandenburgo, aunque fuera por un rato, hasta que el primer desaprensivo le cruzara el auto y lo sacara de ese estado de calma para obligarlo a emitir una puteada.

Pero Bach era eso. La tranquilidad. La balsa en el medio del océano solitario. El estanque donde pescaba cuando era chico. La d... uhhh! Qué es esa cola? Qué raro una cola ahí, a esta hora de la mañana. Las luces rojas, brillantes, en los acrílicos de los autos adelante indicaban que la frenada había sido reciente. Muchos autos, pensó, demasiados para una ciudad que ya no los tolera. Esperó. Las luces rojas se apagaron y vivió con una módica alegría la señal de que la cola avanzaba. Lentamente. Deteniéndose de nuevo a un nuevo stop total antes de haber recorrido un metro, cuando mucho dos. Se revolvía en su asiento mientras trataba de identificar, estirando el cuello y llevando la vista a los arrabales del parabrisas, adonde el techo le permitía, buscando el motivo del la detención. Imaginaba un choque, un problema mecánico. Pero no lograba detectar nada. Volvía a sentir el respaldo de la butaca en su espalda y trataba de volver a disfrutar a Bach, que ahora desplegaba un solo de clavicordio triste y apacible.

Avanzaba. Por lo menos eso. En algunos minutos saldrían de ese atolladero y podría llegar a su trabajo. Allí se dio cuenta de que no había ido al baño después del usual café mañanero y empezaba a sentir ganas de orinar. Justo ahora! La puta! se maldijo. Dejó pasar unos segundos. Avanzó. Vamos! Vamos! alentó a sus predecesores de espera, en el puente sobre el canalito. Pensó en alguna estación de servicio cerca. Un lugar donde orinar. Cualquiera. No se le ocurría nada que estuviera más cerca que Retiro. Pero la cola seguía ahí adelante. Y ya no había oportunidad de volver atrás. Estaba adentro del puente sobre el canal, sin salida ni maniobra posible.

Ahí vio que todos, los que iban adelante de él, los que caminaban por los laterales del puente, los que estaban en la vereda opuesta, se congelaban mirando con atención hacia el dock. Algo estaba pasando ahí. Y encontró un motivo válido para indignarse: los que lo antecedían no se habían detenido por ningún accidente, sino por curiosidad. Frenaban para ver algo raro en el dock. El todavía no sabía que y, con esa misma bronca, hizo sonar la bocina. Un bocinazo largo e incómodo rompió el paisaje. Ahora algunos transeúntes lo miraron a él. Avanzó otro poco y pudo observar. Era algo en el agua. Personas en el agua. Un par de oficiales de Prefectura en los bordes del canal, con el pecho sobre las barandas metálicas, arrojaban unas sogas y hacían señas a quienes estaban en el agua, un par de curiosos se corrían casi sin saber adónde o paraban para discar en sus celulares, hablaban con los agentes y miraban el agua con desesperación. Avanzó un poco. Recién allí pudo detectar dos personas, en uno de ellos pudo detectar a un agente de Prefectura y en ella una que parecía vestir ropa de trabajo y que agitaba los brazos con desesperación mientras el hombre trataba de acercarse. Esa imagen convirtió a nuestro hombre en hielo. Se le erizó la piel. No podía creer lo que estaba viendo. Arriba de ellos el puente metálico blanco, descuadrado de su horizontal, parecía pender débilmente de un lateral, daba la sensación de caerse en cualquier momento. Y el hombre en el agua trataba de acercarse a la mujer que gritaba y no paraba de moverse.

Con las dos manos aferradas al volante, sin poder creer lo que veía, trató de pensar qué hacer, cómo ayudar, qué había pasado. En esos pensamientos estaba cuando sintió tras de sí un bocinazo. Miró hacia adelante y vio que el auto adelante suyo se había alejado unos veinte metros. Soltó la presión sobre el freno y el auto comenzó a avanzar. Pero é se sentía frío e incómodo como un reptil. Un lagarto que transpiraba.

Encontró un lugar adonde acomodarse sobre la derecha, cerca de los taxis de Buquebus. Frenó. Tiró de la palanca. Se bajó. Dejó el auto en marcha. Y caminando entre los autos que avanzaban lentamente cruzó para acercarse a la baranda del canal y tratar de ayudar. En lo que pudiera. En lo que le pidieran.

Fue peor. Los gritos de la mujer desesperada eran cuchilladas que le entraban por las orejas. Inmediatamente recordó cuando era niño y sus padres lo llevaban al campo de los tíos, y escuchaba como chillaban los chanchos que se carneaban dentro del galpón. Bajó la velocidad de los pasos. Y le preguntó al primer muchacho que encontró cerca de la baranda qué había pasado. El pibe, alto y flaco, todo un cadete de oficina de alto nivel, sin darse vuelta le señaló el puente y le dijo: “no sé, pero parece que se cayó, ve? está descolgado el puente, se abrió, se partió”. Trató de juntar una idea con otra. Pero era imposible. Siguió caminando y habló con un gordo, agente de prefectura, que trataba de contener a la gente que se arrimaba. Atrás de él sus colegas tiraban de la soga, que ya estaba tensa, como si hubieran finalmente pescado a la mujer que él desde ahí no podía ver. “López!!!” se escuchó y el agente se dio vuelta, “López, la tenemos!! Vení que tenemos que guiarlos hasta el borde de la explanada” El tal López se dio vuelta, dejó todo y se fue hasta la esquina. Nuestro hombre se arrimó a la baranda y vio al hombre de prefectura, abajo, con su chaleco naranja flúo, peleando contra los impulsos de la mujer y contra las ataduras de su propia ropa, de los zapatos, de ese chaleco oprobioso.

La gente alrededor gritaba. Asesoraba. Calmaba. Alguno trataba de tranquilizar y animar a la mujer, de dar una voz de ánimo. Ella ahora estaba atrapada en los brazos del agente. Trató de llevarla a nado hacia el borde de piedra y desde arriba los compañeros tiraron de la soga hacia esa esquina. El empezó una maniobra para atarla de la cintura y cuando la tuvo firme, les pidió a los de arriba que la subieran. Ella subió agitada y tensa, arrastrada por la soga y rozada por el lateral de piedra que le desacomodaba la pollerita sastre mojada. Cuando llegó a la explanada, se aferró al borde, en el mismo instante en que llegaba el gomón de prefectura. Tarde. La mujer se apoyaba, sola, tosiendo y llorando en la explanada con la soga todavía en la cintura.

Mas abajo, desde el gomón le lanzaban un salvavidas y una soga al agente que no sabía que estaba a punto de conocer las mieles efímeras de la fama. Desde el bote le preguntaron si estaba bien y , sin hablar, asintió con la cabeza. Los aplausos ya empezaban a bajar desde los bordes del canal.



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