sábado, 1 de agosto de 2015

Opus Magna



Hoy proponemos como tesis que las construcciones y la arquitectura gubernamental son una de las formas más irrefutables de caracterización del perfil y de la genética de un gobierno pero también de eso que los alemanes denominan zeitgeist, el clima de época.

Cada gobierno suele y puede ejecutar muchas obras en lo que dura su administración. También recibe algunas inconclusas como herencia y deja otras para que su corte de cinta lo realicen sus continuadores. Pero están, por supuesto, esas obras a las que un gobierno y su líder le dedican un tiempo y recursos especiales. Creen que son importantes y que debe garantizarse su completamiento antes del final del mandato.

Y también hay otras que no revisten esa centralidad, y sin embargo se convertirán, habitualmente gracias a la sarcasmo de los pueblos, en el “elefante blanco de Fulano”, siendo Fulano un gobernante malogrado, caracterizado como corrupto, o también uno con final trágico, que no atinó a dejar tal o cual predio finalizado.

Pero no siempre esa Opus Magna, aquella a la que el Príncipe aboca horas y sudor, es la que perdura y la que lo simboliza frente a las generaciones siguientes. El pueblo y el tiempo suelen ser los dos fiscales más implacables en el juicio de una época y a veces ocurre que el resultado es totalmente contrario al esperado.

Esto no sólo vale para nuestro presente y para nuestro país, podríamos pensar en otras geografías como el nazismo y la  Berlín de Speer, o la San Petersburgo del zar Pedro el Grande, o en otras escalas, como la Mar del Plata del intendente socialista Bronzini. Como este blog pretende hablar de Argentina y de la actualidad, hacia allí vamos.

La dictadura
Tomemos la dictadura militar que rigió a sangre y fuego los destinos de los argentinos entre 1976 y 1983. Si tenemos que elegir su nave de bandera  es casi inevitable quedarnos con la Autopista 25 de Mayo. En la medida que la analicemos, podremos ver con qué potencia se expresa el ADN de la dictadura: para construirla el gobierno expropió y demolió todo lo existente en la larga línea que va entre Liniers y el bajo San Telmo, avasalladoramente, sin lugar para el reclamo ni el pidogancho.
Así, partió a la ciudad literalmente en dos. Un norte rico y pujante que visita poco y nada lo que ocurre en un sur pauperizado e invisibilizado. Los restos de esa demolición fueron arrojados al Río de la Plata para formar lo que hoy se llama Reserva Ecológica.

Por esa autopista difícilmente viaja transporte público, no fue pensada para que ni una vía férrea ni un colectivo la aprovechen (si bien algunas líneas incluyen en su recorrido un ramal “rápido por autopista”, viajan como uno más). Sólo viajan autos, autos que para estar ahí, pagaron el peaje. Es decir, sólo la pueden usar aquellos que accedieron a ese umbral mínimo: un pobre no sabe qué hay arriba de la autopista.

La autopista no puede disimular problemas de diseño: yendo hacia el oeste, quien no se baje en Avenida Jujuy ya no podrá bajarse hasta Alberdi, varios kilómetros más adelante. Una suerte de cárcel móvil de clases medias.

Y para darle un último derechazo de volea a esta metáfora,  la autopista 25 de mayo nace alegremente en el mundial (la cancha de Vélez fue una de las dos sedes porteñas del mundial 78) y tras muchos desatinos, termina muriendo en un Centro Clandestino de Detención, el que años más tarde se identificó como Club Atlético, en Paseo Colón y Cochabamba. La defensa descansa, su señoría.

La democracia alfonsinista

Es difícil decirlo, porque si bien la referencia más fuerte al gobierno de Alfonsín pudo ser el juicio a las juntas, no hubo herencia arquitectónica que la represente. Acá elegimos, arbitrarios como somos, el Mercado Central de Buenos Aires. Ese intento trunco por domar a los oligopolios dueños del bolsillo de los argentinos, ofreciendo un enclave desde el cual conectar de la manera más directa posible a productores y consumidores. Intento trunco, decíamos. 

El Mercado Central terminó siendo un elefante blanco obsoleto y anacrónico al que se enquistaron pequeños grupos cuyas actividades y objetivos podrían no ser del todo lícitos. Pregúntele el lector de estas crónicas al encargado del edificio, a la mucama, al pobre que tenga a mano, si conoce, si alguna vez fue al Mercado Central. Dicen que es una suerte de lugar maravilloso, con precios de fantasía. Del alfonsinismo algunos dicen lo mismo. Sólo puede comprobarlo una clase media provista de un camionetita y un sábado libre por mes. 

Pero ahí estaba cuando llegó un secretario de comercio kirchnerista para darlos vuelta.

El menemismo

El menemismo no hizo nada. Y sin embargo le aparecieron una constelación de edificios en condominio, doques, veleros invaluables, anchas avenidas, plazoletas y mujeres de tetas recreadas paseando costosas mascotas en nuestra Little Miami, que nos haga olvidar por un rato el tremendo calor de South Beach. 

Para lo cual hubo que crear una corporación que se denominó Puerto Madero, sin que uno sepa bien para qué arco patea. Eso sí, el diseño justo para que sea el mercado quien asigne los recursos, en lugar del puto Estado.

Habría tanto para escribir sobre Puerto Madero, pero no sería escribir sobre el menemismo. O sí.

La alianza

Seguramente algún plan tenía esa gente tan ilustrada. No nos creemos que hayan llegado hast

El kirchnerismo

Durante los primeros años de mandato de Néstor asaltaba en nuestra redacción la idea de que podrían haber pasado los primeros cuatro años sin siquiera señales de una construcción representativa. La perspectiva que le pone el tiempo a la salida del infierno justifica esa ausencia. Nestor no tuvo un minuto para pensar en grandezas. Y probablemente semejante idea no estuviese en su ADN. Luego vino ella y quizás allí la cosa haya vuelto a sus carriles típicos. Apareció Tecnópolis: primero una feria de fin de semana en los bosques del feudo opositor porteño. Gracias a una oposición genial que creé que oponer significa decir NO, Tecnópolis se convirtió en idea encarnizada de Cristina. Y a los pocos meses tendríamos satélites y cohetes sobre piso de tierra.

Eso también es el kirchnerismo, negros choripaneros mirando al cielo y rezando sus 20 verdades. En el conurbano, pero el conurbano primer cordón, recuerdo que en sus comienzos, cuando estaba en construcción, para meter un tornillo, una maqueta de un cohete o un tinglado completo, había que hablar por teléfono con un veintiúnico tipo que te habilitaba a acceder. Eso era el kirchnerismo, un club de pocos. 

Luego la sensación de lo efímero de desvaneció, la idea del Parque del Bicentenario prendió y el piso de tierra con piedra encima para no embarrarse se convirtió en una citadella amplia y abierta en la que abrevan familias, escuelas, skaters, rapperos, seminarios de filosofía y partidos de tenis de la Davis. La combinación del denigratorio “Negrópolis”, ese maravilloso “vivaelcancer” de nuestra época, y los millones de personas que la visitan cada año son, quizás,  su mejor definición: millones de negros nuestros, sanos, regordetes, felices de hacer la cola para entrar en la Cámara del Agua a hacer quién sabe qué.

En Tecnópolis hay ciencia, hay tecnología, hay entretenimiento, hay consumo y, razonablemente, no hay industria, no hay UIA, no hay ADIMRA, no hay SMATA. Eso también son estos últimos años en los que supimos preocuparnos por todo, excepto por lo más importante. En los que recurrimos a la fórmula del consumo cuyos efectos mágicos aparecen atenuados.


Quizás lo que viene sea una continuación virtuosa y expansiva de lo que falta. O quizás debamos conformarnos con dos, tres, cientos de Estadios Únicos de La Plata.  


1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno El Centro Cultural Kirchner creo que también será un hito