jueves, 11 de marzo de 2010

Teorías y Juicios


A diferencia de cómo la conocemos en nuestra época, la Universidad tiene su origen en el siglo XI, no como una la institución de dictado de clases, estudio y graduación en profesiones más o menos liberales, investigación y desarrollo científico y también, en algunos países, brazo académico de organizaciones y think tanks de diverso cuño, sino como institutos cuyo objetivo central era preservar el conocimiento de las profesiones, pero fundamentalmente los oficios y artesanatos que se hacían indispensable mantener en varios aspectos de la vida de la época: desde herradores de caballos, pasando por vidrieros, pintores, peleteros, hasta orfebres, iban instalando sedes en las que creaban hermandades o gremios en los que los maestros enseñaban sus oficios, trucos y mañas a los oficiales y aprendices.

No tomaban este modelo de la organización eclesiástica católica sino de una de las mayores influencias que vivía Europa en aquella época: las madrazahs islámicas, centros de educación tanto religiosa como laica que florecían bajo el área de influencia arábiga (en especial España y Turquía).

Como dijimos, las universidades (palabra que originalmente es un adjetivo que calificaba a magistrorium o scolarium, universitas scolarium) eran instituciones dedicadas a garantizar la permanencia de conocimientos existentes y multiplicarlos en caso de necesidad.

El avance científico, el discurso intelectual verdadero, estaba circunscripto al ámbito eclesiástico y eran los monasterios y claustros de la época los lugares que contaban con la aprobación religiosa para avanzar en la investigación y análisis de todo nuevo descubrimiento y sus efectos.

Por supuesto que tales avances intelectuales quedaban supeditados a la voluntad de la autoridad religiosa local, que cuando dudaba de que los mismos pusieran en contradicción la estructura de conocimientos existente (la previamente aprobada por la Iglesia, claro está), recurría a su inmediato superior para lograr una convalidación o para lisa y llanamente cajonear la novedad hasta que la autoridad papal diese un veredicto o una nueva interpretación bíblica permitiese en ingreso de la novedad en la realidad "oficial".

Para esta tarea, tanto como para otras, la Iglesia da origen en 1542 a la Suprema y Sagrada Congregación de la Inquisición Romana y Universal, que el siglo pasado fue rebautizada como la Suprema y Sagrada Congregación del Santo Oficio, cuyo objetivo era “mantener y defender la integridad de la fe y examinar y proscribir errores y falsas doctrinas”.

Era esta orden, conocida como Inquisición, la que vino a poner orden en el cuerpo de conocimientos que pudiera afectar la integridad de la fe. Por supuesto que la Orden debió enfrentar el desafío emergente de nuestra tendencia natural a la curiosidad, una desviación que llevó a algunos “científicos” de la época a una testaruda persistencia en el pecaminoso estado del “error”.

Tal es el caso del fraile dominico italiano Giordano Bruno, quien militó vehementemente en la defensa de la teoría heliocéntrica en contra de la prevalente teoría geocéntrica, puesto que la primera ponía en serio entredicho la rigurosidad de la interpretación bíblica respecto de que el hombre es el centro de la creación divina (y como tal, naturalmente, tiene que ocupar un lugar central). A pesar de sus intentos, durante los ocho años que duró su juicio en prisión, de compatibilizar sus conclusiones astronómicas con su profunda creencia religiosa, Bruno fue quemado en la hoguera luego de que se le cortara la lengua con la que emitía las herejías por las que fue condenado, en el año 1600. Toda una lástima.

Es de imaginar, entonces, el terror inmediato posterior a la sorpresa que debió haber causado en Galileo, con estos antecedentes, el descubrimiento en 1610 de un satélite que sin lugar a dudas giraba alrededor de Júpiter, convirtiendo a tal astro en el centro de algo que evidentemente no era Dios, ni tampoco su imagen y semejanza, el Hombre, que moraba mucho más acá, en la Tierra.

Mantuvo su descubrimiento a buen resguardo durante dos años y recién cuando estuvo seguro de que los telescopios de la época ofrecían la suficiente garantía de que su observación fuera compartida por sus pares, se dirigió a la boca del lobo: el Collegium Romanum donde sabía que algunos teólogos habían realizado observaciones similares.

La historia posterior es bien conocida, la única forma que tuvo Galileo de salvar su pellejo fue por vía de “maldecir, abjurar y detestar” los postulados previamente declarados frente al mismísimo Urbano VIII.

Nos preguntamos si Mercedes deberá maldecir, abjurar y detestar la arriesgada teoría de que podemos y debemos “vivir con lo nuestro”, mientra Io, Europa, Calisto y Ganímedes continuan orbitando al gigante rojo?



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2 comentarios:

Verboamérica dijo...

de colección.-

Politico Aficionado dijo...

Hay que empezar por comprender que los antiguos y modernos inquisidores están movidos no tanto por cuestiones de pureza doctrinaria y espiritual como por intereses materiales y concretos.

Esto se vuelve absolutamente claro cuando vemos unidos a estos inquisidores del grupo A, a quienes une la voluntad de castrar o destruir nuestro gobierno nacional y popular y a quienes separa el deseo de cada uno de sus líderes de ser él el cipayo al que se le permita comer de la mano del amo.