jueves, 5 de noviembre de 2009

Los apóstoles



Los pone exultantes la defección. La escuchan en la radio de su auto importado. Y un sentimiento de gozo llena ese espacio limitado por las puertas blindadas y los vidrios polarizados. Luego se recomponen. Tratan de disimular la felicidad. Se bajan del auto y ya están cerca de la normalidad. Entran a la oficina y la secretaria, que los conoce hace muchos años, con sólo escuchar sus pasos sabe que tienen un gran día. Corre presurosa a la cafetera y prepara lo de siempre. Los recibe con esa sonrisa que la acompaña desde la juventud y los sigue a la mesa de roble trabajada por manos rústicas que nunca conocieron ese pequeño esplendor. Allí, sobre ese escritorio queda el café y empieza el teatro: la indignación sobreactuada, la ironía sagaz, el comentario agudo. “Escuchaste la radio?” “Sí, Señor Magoya. Tremendo, vio? Ya no tienen vergüenza”

Y juegan el juego de la preocupación, que les interesa el bien común. El país. Las instituciones. “A dónde vamos a parar?” Lo vienen jugando hace muchos años. Pero están felices. Y las secretarias lo saben. Puede ocurrir que no terminen de entenderlo. Pero saben que ellos están felices.

Quizás aprovechen para alguna clase, un seminario corto, sobre institucionalidad esa misma mañana, frente a esa alumna fiel que espera con tantas ganas el próximo aumento. Como practicando, bosquejando algo para la hora del almuerzo, en la que se juntan con sus pares, otros apóstoles.

Pero no caben en sí mismos. Esta vez y cada vez. En cada oportunidad que la política pierde, se saben ganadores automáticos.

El fin más allá de los medios. La traición a los electores. Las promesas incumplidas. Las borocotizaciones. El pragmatismo desideologizado de una alianza. Los conversos, los Nosiglia, los Manzano. La corrupción con una sola cara. Las mansiones en lugares de veraneo preferenciales que nada dicen de los millones espurios obtenidos por la contraparte. Las pistas de Anillaco. La farandulización o, peor, la banalización. Las tapas de las revistas. La genuflexión ante el Mercado omnipotente.

Canonizarían a Santa Pato Bullrich si no fuera menester que antes muriera. Sus cambios de camiseta son el pan con que celebran su misa. Barrionuevo es Tomás de Aquino y dejar de robar dos años es un salmo. Ofrecen una biblia de versículos, parábolas y oraciones en contra del demonio de la política. Completan su panteón con los Durán Barba, los Agulla, esa Santa Inquisición que dinamita los interiores, las estructuras y los contenidos sin que la fachada se inmute.

Festejan esas apariciones milagrosas en los pisos de los canales en los que los pastores del vaciamiento ideológico dejan alguna enseñanza propicia para preservar la moral y elongar la resignación. Mandan avemarías y credos hasta convertir a los fieles en deportistas de alto rendimiento de la conmiseración colectiva.

Se proponen como obreros de la fe cuando marcha e invitan a caminar detrás de un ingeniero bonachón de ojos muy celestes y muy tristes. “Faltan políticas de Estado” es el cántico recurrente que adornan con velas y marchas pacíficas.

Se excitan con la idea de que un futbolista muera para cargarle las culpas, una vez más, a la impía política y a sus imperfecciones miserables. Consienten a los líderes ladinos que aprovechan la oportunidad para impostar, no sin antes pedir que les hagan llegar muy rápido las últimas encuestas, todavía calientes, cargadas con la ira de los suburbios.

Vienen triunfando hace algunas décadas.

Pero empiezan a perder. Sin darse cuenta. El sentido deja de ser común cuando choca con millones de excluídos, de invisibilizados.

Hordas de pequeños demonios, sangre joven y fresca que nace en los arrabales y los suburbios, empieza a identificar la hipocresía. Tomaron nota. Observaron con astucia, como el diablo les enseñó, que el pecado surgió del fruto del Árbol de la Sabiduría. Y entonces ofrecen cuerpo y mente en el altar pagano del anticristo de la política. Se juntan. Discuten. Debaten. Se hablan. Se alaban. Se abrazan. Se aman. Y se multiplican.

Dando lugar a otros miles de nuevos demonios que los acompañarán al templo colectivo donde ejercer sus perversiones, al comedor barrial, a la unidad básica, al comité, al centro comunitario, a la salita, al gimnasio, a la capilla. Pecadores irredentos.

Viva el mal.




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3 comentarios:

Cecilia desde el Bosque dijo...

Entre estos tipos y yo hay algo personal, nunca mejor dicha esta frase del Nano Serrat
Y ojalá que sigan perdiendo. Y no creo que quepan dudas que esto es asi. Solo basta con escuchar lo que repiten los medios en cadena vociferante.
Evidentemente, están perdiendo y mucho
Saludos patagónicos

Ana C. dijo...

El que está hecho un demonio sos vos. Qué barbaridad. Parece que hubieras hecho un pacto con el diablo para que te regale el teclado con el que escribís esos textos que casi huelen a azufre.

Anónimo dijo...

fui una de esas secretarias en otras épocas, me sentí muy identificada con tu post. las barbaridades que he tenido que esuchar del tipo "que dios me perdone, pero yo hago palo y a la bolsa" cada vez que pasaba una manifestación, me hicieron perder la fe en la humanidad. por suerte ya la estoy recuperando. el dueño de esa frase hace muchos años que no encuentra trabajo (a veces dios tiene maneras misteriosas de estamparnos la realidad en la careta y dejar nuestras caras al descubierto, ojalá que éste individuo haya aprendido algo).
saludos

P.