No desprecio a los hombres. Si así fuera no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos.
Los sé vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir.
Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo. Entre el prójimo y yo las diferencias que percibo son demasiado desdeñables como para que cuenten en la suma final.
Me esfuerzo pues para que mi actitud esté tan lejos de la fría superioridad del filósofo como de la arrogancia de César.
Los hombres más opacos emiten algún resplandor: este asesino toca bien la flauta, ese contramaestre que desgarra a latigazos la espalda de los esclavos es quizá un buen hijo, ese idiota compartiría conmigo su último mendrugo. Y pocos hay que no puedan enseñarnos alguna cosa.
Nuestro gran error está en tratar de obtener de cada uno en particular las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee. A la búsqueda de esas virtudes fragmentarias aplicaré aquí todo lo que decía antes, voluptuosamente, de la búsqueda de la belleza.
He conocido seres infinitamente más nobles, más perfectos que yo; he frecuentado a no pocos héroes, y también algunos sabios. En la mayoría de los hombres encontré inconsistencia para el bien: no los creo más consistentes para el mal; su desconfianza, su indiferencia más o menos hostil cedía demasiado pronto, casi vergonzosamente, y se convertía demasiado fácilmente en gratitud y respeto. Aún su egoísmo podía ser aplicado a finalidades útiles.
Me asombra que tan pocos me hayan odiado, sólo he tenido dos o tres enemigos encarnizados, de los cuales y como siempre era yo en parte responsable. Otros me amaron, dándome mucho más de lo que yo tenía derecho a exigir y aún a esperar de ellos; me dieron su muerte y, a veces, su vida. Y el dios que llevan en ellos se revela muchas veces cuando mueren.
Memorias de Adriano
Marguerite Yourcenar
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