En el mundo cartonero, el día del niño es especial. Los motivos son varios, pero quizás el más importante sea el de enfrentar a los hijos (y a uno mismo) con una realidad despareja e injusta, esa de mirar juguetes desde el otro lado de la vidriera, o esa de dejar inundar el ranchito con la tanda publicitaria de una televisión que, una vez encendida, es indomable; o esa de las caras de alegría de pibes prolijitos y bien comidos en afiches y gigantografías callejeras, que se matan por ser lo primero que miremos.
Ranita, la hija que muchas noches me sigue atrás y otras se sube orgullosa al carro cartonero, lo entendió hace tiempo. Enfrenta su realidad con un poquito de resignación que baña todos los días en el lago de la alegría. Es parte importante de lo poco que le deja su papá. Disfrutar con lo que se tiene y no esperar regalos. Mejor. Cuando llegan, alcanzo a divisar en sus ojos lo que otros papás nunca podrán porque lo sacrificaron en el altar del consumo: un hijo feliz y genuinamente sorprendido.
Entre estas sorpresas, alguna vez, llegó nuestro perro, Peripecia. Un cachorro bastante pulgoso e inoportunamente meón que se ganó su corazón en minutos. Pero eso fue hace tiempo y prefiero contarles sobre como pasamos este día del niño. Que para nosotros empezó, extrañamente, ayer. A la tardecita, cuando oscurecía. Habíamos preparado todo lo que íbamos a necesitar para el picnic. Papel y fósforos para un fuego. Una botellita de agua que convertimos en jugo con un sobrecito, unas salchichas, unos huevos, una linterna y un poco de pan y queso. Pero lo más importante que necesitábamos era oscuridad. Y un cielo despejado.
Buscar un lugar abierto y oscuro en la ciudad, parece sencillo pero es un desafío. Apuntamos para la Reserva Ecológica, en Costanera Sur: apelamos a nuestras manos y a nuestros pies para saltar la alambrada, y a nuestro sigilo para que el guardia no se diese cuenta. Por suerte Peripecia no ladra cuando está asustado y a Ranita estas aventuras le encantan. Caminamos en silencio y terminamos lejos, frente al río, donde encontramos un lugarcito seguro y reparado para hacer un fueguito y cenar.
Ranita pregunta mucho. Todo. Siempre. Así pasé la cena, contestando las decenas y centenas de preguntas que mi hija tiene sobre el mundo. Nadie es más sabio que yo en esos momentos, cuando enfrentamos juntos el camino de comunicarnos, de entender y de conocernos. Así, entre preguntas y respuestas, llegó la noche que trajo mi regalo. Nos tiramos juntos en el pasto, al abrigo de una manta, su cabecita en mi hombro. Y le pregunté si conocía “Las Tres Marías”. – Claro, papá… son aquellas, se re-ven – me respondió. Le conté que hace muchos años, un pueblo bastante corajudo que usaba las estrellas para navegar, las hizo famosas. Su armonía, su belleza y el hecho de que se vean desde cualquier punto de la Tierra alcanzó para que cada cultura las fuera bautizando en su idioma: los reyes magos, las tres hermanas, la antorcha o la canoa. Prevaleció para nosotros el nombre que le pusieron los griegos, que encontraban en el cielo el lugar perfecto para plasmar su historia, su religión y su mitología, como si vivieran todo el tiempo bajo los cielorrasos de una iglesia natural y pagana.
Para ellos Las Tres Marías no eran una constelación, sino parte de una que llamaban Orión. Esa línea recta casi perfecta que dibujan en el cielo nuestras tres marías, es el cinturón de este héroe helénico: por encima, su torso queda definido por dos estrellas bien visibles que se ubican en lo que serían sus hombros: el de la derecha es Betelgeuse, una enorme estrella pulsante roja a 640 años luz de distancia. De un tamaño 20 veces más grande que el sol. Desde allí parte un semicírculo de estrellas que representan el brazo extendido del cazador. En el hombro de la izquierda está Bellatrix, la estrella Amazonas, la más cercana de la constelación a nuestro Sistema Solar. Entre ambas, en un triángulo cuyo vértice se aleja del cinturón, está Meissa, el ojo de Orión, que brilla a 2000 años luz.
Por debajo del cinturón también aparecen dos estrellas brillantes, que guardan simetría con las de los hombros, pero representan sus piernas. Son Rigel, en la rodilla izquierda y Saif, en la derecha. Rigel es la quinta estrella más brillante de nuestro firmamento: azul, brillante y muy caliente, es una estrella joven. Su sola belleza sería suficiente para contemplarla toda la noche. En las antípodas de la figura, Betelgeuse es todo lo contrario, roja y anciana, recorre el camino inverso y final hasta una implosión repentina y definitiva que generará lo que quizás, alguna vez, pueda maravillar a los hijos de los hijos de nuestros hijos: el nacimiento de una supernova.
-Papá – me frena Ranita. - Lo que vos decís que son los hombros y la cabeza están abajo. Y las rodillas están arriba! reclama con justicia. – Es cierto – la tranquilizo – estamos en el Hemisferio Sur, en el culo del mundo y mirando hacia arriba. Es normal que aquí las cosas parezcan estar patas para arriba...-
Y trato de retomar el hilo – En el medio de ambas rodillas y en dirección al cinturón, se puede distinguir un grupo de estrellas algo difuso, parecen 3, que apunta a las Tres Marías: para nuestros antepasados griegos eran la vaina de la espada del cazador. Para nosotros son, además, la Nebulosa de Orión. M42. Una verdadera fábrica de estrellas. Uno de los primeros trabajos que se le encargó al telescopio espacial Hubble, en 1993, fue apuntar hacia allí para ver qué encontraba. 16 años después, las fotos obtenidas siguen maravillando a los astrónomos: encontraron el lugar del espacio que más se parecía a nuestro Sistema Solar cuando este recién nacía-
Una de las causas por la que los marinos respetaban a Orión era la facilidad que les ofrecía para ubicar rápidamente otras estrellas. Orión era un cazador que había enamorado a Artemis, la hermosa diosa de la caza, en la isla de Creta. A Artemis le gustaba salir de cacería con sus pretendientes, para conocer sus habilidades en la destreza por la que ella velaba; y en efecto, Orión, mostró ser muy eficaz. Artemis se enamoró perdidamente, pero todo lo que Orión tenía de buen cazador lo tenía de soberbio, y tuvo la mala idea de decir que era capaz de matar a cada bestia sobre la Tierra. No se necesitó más nada para que la diosa Tierra enfureciera, y le pidiera a Apolo, hermano de Artemis que ya venía un poco mosqueado y celoso de Orión, que idearan juntos un plan para ponerle fin a las arrogancias del cazador. Así, Apolo envió un escorpión que picó a Orión mientras dormía, y lo mató. Fue Artemis, todavía en lágrimas, quien intercedió frente a Zeus para que se honrara la memoria de un cazador tan valiente, eternizándolo en el cielo. Y fue Apolo el incurable gracioso, el que fijó a su lado a Escorpio, un escorpión gigante, para que Orión siempre estuviera vigilado.
Como todos los cazadores, Orión se acompañaba con perros en sus salidas. Un perro grande (Canis Mayor) y uno más chico (Canis Minor). La constelación del perro mayor, que sigue al cazador, contiene a la estrella más brillante del cielo, la hipnótica Sirio. Cualquier cosa más brillante que Sirio, en el cielo, debería ser un planeta, al menos. Y a su vez, Sirio es dos veces más brillante que su inmediata seguidora, Canopus. Vale la pena buscarla: siguiendo una línea que continúe la recta imaginaria del cinturón de Orión, en el sentido descendente se llega: fiel y brillante como los ojos de Peripecia.
Como todos los cazadores, Orión prefería cazar cerca de un espejo de agua. Eridanus, un río de la antigua Grecia, tiene su constelación en el firmamento. No por casualidad se inicia cerca de la estrella Rigel, a los pies de Orión. Ranita escuchan con atención mientras se tapa con la cobija. Podría hacerlo hasta el amanecer…
- Dale, papi, contame más sobre Orión…
- No, Rani, la seguimos mañana. Ya es muy tarde y el cazador empieza a esconderse en el horizonte. Feliz día, cielo, y que duermas bien.
- Te quiero, pa.
Ranita, la hija que muchas noches me sigue atrás y otras se sube orgullosa al carro cartonero, lo entendió hace tiempo. Enfrenta su realidad con un poquito de resignación que baña todos los días en el lago de la alegría. Es parte importante de lo poco que le deja su papá. Disfrutar con lo que se tiene y no esperar regalos. Mejor. Cuando llegan, alcanzo a divisar en sus ojos lo que otros papás nunca podrán porque lo sacrificaron en el altar del consumo: un hijo feliz y genuinamente sorprendido.
Entre estas sorpresas, alguna vez, llegó nuestro perro, Peripecia. Un cachorro bastante pulgoso e inoportunamente meón que se ganó su corazón en minutos. Pero eso fue hace tiempo y prefiero contarles sobre como pasamos este día del niño. Que para nosotros empezó, extrañamente, ayer. A la tardecita, cuando oscurecía. Habíamos preparado todo lo que íbamos a necesitar para el picnic. Papel y fósforos para un fuego. Una botellita de agua que convertimos en jugo con un sobrecito, unas salchichas, unos huevos, una linterna y un poco de pan y queso. Pero lo más importante que necesitábamos era oscuridad. Y un cielo despejado.
Buscar un lugar abierto y oscuro en la ciudad, parece sencillo pero es un desafío. Apuntamos para la Reserva Ecológica, en Costanera Sur: apelamos a nuestras manos y a nuestros pies para saltar la alambrada, y a nuestro sigilo para que el guardia no se diese cuenta. Por suerte Peripecia no ladra cuando está asustado y a Ranita estas aventuras le encantan. Caminamos en silencio y terminamos lejos, frente al río, donde encontramos un lugarcito seguro y reparado para hacer un fueguito y cenar.
Ranita pregunta mucho. Todo. Siempre. Así pasé la cena, contestando las decenas y centenas de preguntas que mi hija tiene sobre el mundo. Nadie es más sabio que yo en esos momentos, cuando enfrentamos juntos el camino de comunicarnos, de entender y de conocernos. Así, entre preguntas y respuestas, llegó la noche que trajo mi regalo. Nos tiramos juntos en el pasto, al abrigo de una manta, su cabecita en mi hombro. Y le pregunté si conocía “Las Tres Marías”. – Claro, papá… son aquellas, se re-ven – me respondió. Le conté que hace muchos años, un pueblo bastante corajudo que usaba las estrellas para navegar, las hizo famosas. Su armonía, su belleza y el hecho de que se vean desde cualquier punto de la Tierra alcanzó para que cada cultura las fuera bautizando en su idioma: los reyes magos, las tres hermanas, la antorcha o la canoa. Prevaleció para nosotros el nombre que le pusieron los griegos, que encontraban en el cielo el lugar perfecto para plasmar su historia, su religión y su mitología, como si vivieran todo el tiempo bajo los cielorrasos de una iglesia natural y pagana.
Para ellos Las Tres Marías no eran una constelación, sino parte de una que llamaban Orión. Esa línea recta casi perfecta que dibujan en el cielo nuestras tres marías, es el cinturón de este héroe helénico: por encima, su torso queda definido por dos estrellas bien visibles que se ubican en lo que serían sus hombros: el de la derecha es Betelgeuse, una enorme estrella pulsante roja a 640 años luz de distancia. De un tamaño 20 veces más grande que el sol. Desde allí parte un semicírculo de estrellas que representan el brazo extendido del cazador. En el hombro de la izquierda está Bellatrix, la estrella Amazonas, la más cercana de la constelación a nuestro Sistema Solar. Entre ambas, en un triángulo cuyo vértice se aleja del cinturón, está Meissa, el ojo de Orión, que brilla a 2000 años luz.
Por debajo del cinturón también aparecen dos estrellas brillantes, que guardan simetría con las de los hombros, pero representan sus piernas. Son Rigel, en la rodilla izquierda y Saif, en la derecha. Rigel es la quinta estrella más brillante de nuestro firmamento: azul, brillante y muy caliente, es una estrella joven. Su sola belleza sería suficiente para contemplarla toda la noche. En las antípodas de la figura, Betelgeuse es todo lo contrario, roja y anciana, recorre el camino inverso y final hasta una implosión repentina y definitiva que generará lo que quizás, alguna vez, pueda maravillar a los hijos de los hijos de nuestros hijos: el nacimiento de una supernova.
-Papá – me frena Ranita. - Lo que vos decís que son los hombros y la cabeza están abajo. Y las rodillas están arriba! reclama con justicia. – Es cierto – la tranquilizo – estamos en el Hemisferio Sur, en el culo del mundo y mirando hacia arriba. Es normal que aquí las cosas parezcan estar patas para arriba...-
Y trato de retomar el hilo – En el medio de ambas rodillas y en dirección al cinturón, se puede distinguir un grupo de estrellas algo difuso, parecen 3, que apunta a las Tres Marías: para nuestros antepasados griegos eran la vaina de la espada del cazador. Para nosotros son, además, la Nebulosa de Orión. M42. Una verdadera fábrica de estrellas. Uno de los primeros trabajos que se le encargó al telescopio espacial Hubble, en 1993, fue apuntar hacia allí para ver qué encontraba. 16 años después, las fotos obtenidas siguen maravillando a los astrónomos: encontraron el lugar del espacio que más se parecía a nuestro Sistema Solar cuando este recién nacía-
Una de las causas por la que los marinos respetaban a Orión era la facilidad que les ofrecía para ubicar rápidamente otras estrellas. Orión era un cazador que había enamorado a Artemis, la hermosa diosa de la caza, en la isla de Creta. A Artemis le gustaba salir de cacería con sus pretendientes, para conocer sus habilidades en la destreza por la que ella velaba; y en efecto, Orión, mostró ser muy eficaz. Artemis se enamoró perdidamente, pero todo lo que Orión tenía de buen cazador lo tenía de soberbio, y tuvo la mala idea de decir que era capaz de matar a cada bestia sobre la Tierra. No se necesitó más nada para que la diosa Tierra enfureciera, y le pidiera a Apolo, hermano de Artemis que ya venía un poco mosqueado y celoso de Orión, que idearan juntos un plan para ponerle fin a las arrogancias del cazador. Así, Apolo envió un escorpión que picó a Orión mientras dormía, y lo mató. Fue Artemis, todavía en lágrimas, quien intercedió frente a Zeus para que se honrara la memoria de un cazador tan valiente, eternizándolo en el cielo. Y fue Apolo el incurable gracioso, el que fijó a su lado a Escorpio, un escorpión gigante, para que Orión siempre estuviera vigilado.
Como todos los cazadores, Orión se acompañaba con perros en sus salidas. Un perro grande (Canis Mayor) y uno más chico (Canis Minor). La constelación del perro mayor, que sigue al cazador, contiene a la estrella más brillante del cielo, la hipnótica Sirio. Cualquier cosa más brillante que Sirio, en el cielo, debería ser un planeta, al menos. Y a su vez, Sirio es dos veces más brillante que su inmediata seguidora, Canopus. Vale la pena buscarla: siguiendo una línea que continúe la recta imaginaria del cinturón de Orión, en el sentido descendente se llega: fiel y brillante como los ojos de Peripecia.
Como todos los cazadores, Orión prefería cazar cerca de un espejo de agua. Eridanus, un río de la antigua Grecia, tiene su constelación en el firmamento. No por casualidad se inicia cerca de la estrella Rigel, a los pies de Orión. Ranita escuchan con atención mientras se tapa con la cobija. Podría hacerlo hasta el amanecer…
- Dale, papi, contame más sobre Orión…
- No, Rani, la seguimos mañana. Ya es muy tarde y el cazador empieza a esconderse en el horizonte. Feliz día, cielo, y que duermas bien.
- Te quiero, pa.
3 comentarios:
Maravilloso y didáctico relato, señor. Menos mal que están los niños para incentivar a la fantasía y al sueño, para llenar los vacíos con cariño. El final es una caricia, un pequeño escalofrío en la espalda. Un abrazo.
Me gustó la versión de Orión adaptada para Ranita. Ya llegará el momento en que descubra que fue Ártemis quién mató a Orión, engañada por Apolo y pese a que trató de revivirlo, la furia de su hermano se lo impidió...pero eso viene después.
Feliz día del niño cartoneros
Vierde: gracias. guarda el escalofrío en invierno, cosa jodida.
Cosas: eso, despacio, son chicos... feliz día para el niño que usté lleva adentro.
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