domingo, 27 de septiembre de 2009

Zoológico



Incursión nocturna y furtiva en el zoológico. Mi hija, Ranita, quería confirmar sus sospechas: el brillo humano en los ojos del chimpancé, el hastío del tigre y su cubículo, la fruición inacabable de los camellos.

De noche, el zoológico es diferente. Acostumbrados al rutinario gentío que los acosa bajo el sol de la primavera, nuestra inesperada presencia lunar quiebra el descanso con rondas nerviosas y solidaridad sonora, en un eco que remite, lejanamente, al desierto, la sabana o la selva originaria.

Las grandes bestias, naturalmente, destemplan la calma de la Ranita y la ponen en guardia. Pero quienes se roban toda la ternura de su corazón son esos raros bichos desconocidos en nuestra infancia: las suricatas.

Pega la nariz al vidrio y busca ansiosamente –dónde están, papi? Desaparecieron todos...- se mueve, pegada a la frontera salvaje vidriada, buscando –pero si recién estaban acá? - reclama con tristeza.

En silencio, me alejo unos pasos y apoyo nuestra carga sencilla en un viejo banco de piedra. No digo nada, sólo saco el mate y los enseres para despuntar un viejo vicio. Hace unas semanas Ranita empezó a acompañarme en esta costumbre y, sin saberlo, me hizo muy feliz. Por ahora tomamos dulces.

Ella ahora sigue ahí, asomada al borde de la decepción.

Yo empiezo a cebar y después de los primeros, los más fuertes, con suavidad, la llamo. No quiere venir, sigue esperando que las suricatas se animen a conocerla.

Mantengo la suavidad, pero pongo un pie en la firmeza, y Ranita entiende el mensaje. “Sentate”, le doy palmadas al banco cuando ella se acerca. –Pero, papi, quiero ver las suricatas, entendés?- Shh – le chisto con dulzura – sentate acá un ratito – toma su primer mate mientras le abro el nudito a una bolsita de galletitas que nos sigue hace algunos días. Su expresión es de felicidad, pero las marcas del rechazo que sufrió hace minutos permanecen.

Unos minutos más tarde, mientras hablamos bajito, ocurre lo que suponía. Una suricata se sube a observarnos desde un montículo. Ranita no la ve, y entonces, con cuidado, enarco las cejas, le digo “contenete y no salgas corriendo hacia el vidrio, tenemos visitas” y con un leve movimiento de cabeza se la indico.

Se desata una esperable y esperada catarata de suspiros y ternuras que Ranita no sabe ahorrar. –Acercate con un pedazo de galletita y, aunque se vaya, tiralo al montículo - le digo. En un rato no aparece una sino tres suricatas, dos de ellas peleándose por las migas de galleta. Ranita en éxtasis.

Me pregunta –Tendrán nombre, papá?
– No lo sé
- Pongámosle nosotros
– Bueno, a la flaquita que apareció primero le pongo Felicidad
– Por?
– Viene cuando no la buscás

Y Ranita sonríe.

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