viernes, 23 de abril de 2010

Crecer


Los muchachos dicen que se sienten perseguidos. Y que quieren que se los respete. Eso está bien. Es lo que pedían muchos allá por el 76, gente que colaboraba en un centro de salud barrial, en una escuelita en zona de riesgo, en una capilla, en un sindicato. O militando en un partido político. No los escucharon. No los respetaron.

Ellos, con su testimonio y con su luz personal, iluminaban la vida de mucha gente pobre y sin esperanzas. Enseñaban a leer y a escribir. Curaban alguna fiebre que no quería irse. Enseñaban la palabra de Dios. Eran, como ustedes, gentes de carne y hueso que trabajaban, estudiaban, amaban y sufrían.
Su sola presencia, sus ganas de vivir y de cambiar el mundo, la firme pero invisible estela que dejaban a su paso traía sonrisas y felicidad a mucha gente. Y afirmaban valores como la autoestima, la voluntad y la solidaridad.

Todos esos valores resultaban ser molestos para el poder dominante. Porque esos valores eran más poderosos que las armas más poderosas. Eran valores que movilizaban y lograban enfrentar al miedo o al dinero. Amalgamaban a los necesitados y los hacían sentir parte de una sociedad que hasta ese momento sólo les había ofrecido miseria y resignación.

Un día, a su tiempo, una garra sangrienta los vino a buscar. Y se los llevó.

Felipe, vas a ser padre dentro de poco. Pronto, algún día, caminado por la playa con tu hijo vas a poder entender mejor y sentir en plenitud lo que es ser padre.

Eso que sientas en esa tarde de enero, multiplicado por diez, es lo que siente un abuelo, una abuela. No hay nada más maravilloso en el mundo. Nada más hermoso que ver crecer a los hijos.

Todavía caminan en nuestro vapuleado país, madres que una noche de invierno, esperando a sus hijos con la comida caliente, nunca más los vieron regresar.

Todavía caminan en nuestra sufrida tierra abuelas que nunca volvieron a ver a sus nietos. O peor, sabiendo que existían, sabiendo que estaban firmes en el vientre de sus hijas o nueras, nunca los conocieron. No debe haber dolor más terrible que la falta de respuestas ante esa ausencia inexplicable.

Felipe, Marcela, muchachos, no hieran ese dolor, ese largo pesar de esas abuelas con argumentos capciosos que les traen en una bandeja de plata: cuando las dos primeras familias se acercaron a ustedes pensando que podrían ser ESOS que tanto esperaban, no existía la ley del banco de datos genéticos. Y el caso tuvo que atenderse dentro de la ley de adopción. Hoy, producto del incesante esfuerzo de esos abuelos, existe una ley especial para una situación especial: seguir encontrando esos nietos. Ya van por el 101.

Muchachos, no arrojen sal sobre esas heridas y aumenten la tristeza del viaje con racionalidad de pescadería: hay abuelos que hoy, 34 años después, vagan buscando sus nietos en cada joven de 34 años. Y todavía se sobresaltan cuando suena un teléfono. Comparar su sangre con dos familias o compararla con cuatrocientas, al fin y al cabo, para ustedes no cambia mucho.

A partir de ese análisis ustedes siguen siendo los mismos. Pero abren una luz de esperanza en esos abuelos. Pidiendo lo que hoy piden, que sólo se compare el ADN con las dos primeras familias, hablan de esos abuelos sin conocerlos. No saben lo que piensan. Lo que sienten. Cuáles son sus sueños. Sus anhelos. Tampoco ellos quieren sufrir más. O que los lastimen más, ni a los abuelos ni a ustedes.

Confíen en el amor de esa mamá que los adoptó 34 años atrás con tanta devoción. Seguramente, amándolos, respetó las reglas y no hay nada de qué preocuparse. Como ustedes mismos dicen, esa familia es y será indestructible, porque aquí nadie viene a destruir nada. Ni a separar. Viene a saber. A tratar de reconocer en los ojos de ustedes los ojos de aquellos.

A veces hay que poner a prueba el amor. Y hay que ser fuertes.



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